lunes, 30 de enero de 2012



Hacia diciembre de 1959 se celebró en La Habana el Congreso Católico Nacional. Como en casa todos teníamos deseos de viajar aunque sólo fuese a la Capital después de un año tan excitante, no costó trabajo determinarse a ir. Mamá, papá y yo nos hospedamos en el Hotel Royal Palm, de San Rafael e Industrias (el de toda la vida). Como primera Navidad después del triunfo de la revolución de Fidel y en un año de tanto progreso como fue el ’59, todos querían celebrar algo: mi padre, lo mucho que había ganado; mi madre, ver su hogar próspero, sus hijos crecidos y ella desempañando la carrera por la que tanto había luchado – ocupaba un cargo provisional de profesora de la escuela llamada Fundación Alemán. Mis demás familiares festejaban más o menos lo mismo: su alegría de vivir, la juventud de mis primos. Por eso determinamos quedarnos a pasarla junto a mi tía Mimí Desquirón, su esposo Paco Mateo, mis primos Ada y Alfredo y toda la tropa de parientes lejanos y cercanos que había en la Capital.

Un domingo frío hicimos un recorrido en el auto de Paco: tomamos por Mariel, Cabañas, San Vicente, el valle de Viñales, la ciudad de Pinar del Río, y luego regresamos por San Luis, San Cristóbal, Artemisa, etc. Salimos después de desayunar en el Woolworth’s de Miramar y pasamos el día en la carretera. Cruzamos  el Valle de San Vicente hasta llegar al mirador de Viñales: nunca más he regresado a esa belleza. Al volver a La Habana era de noche: sobre el capó del auto que venía detrás del nuestro habían amarrado un hermoso venado muerto. Mi tío Paco hizo señas y los del venado se detuvieron; eran dos, conversaron,  enseguida se hicieron amigos y Paco los invitó a un trago en el departamento familiar de Miramar. Estaban en la sala: Paco brindó con coñac, mostró su estuche de pistolas de tiro al blanco, se armó un alboroto y resulta que los cazadores eran militares revolucionarios. Nos fuimos ya tarde. De regreso, no recuerdo si por Prado o Infanta vimos la procesión de la Virgen del Cobre –para las solemnidades del Congreso habían traído desde el santuario de El Cobre la imagen genuina-. Insistí en bajar del taxi: la efigie iba en una carroza junto al arzobispo de Santiago, monseñor Pérez-Serantes. Hice bien, pues no asistí a ningún otro acto del evento, ocupado como estaba por mi intensa vida familiar.

A medida que pasaban los meses, los sucesos arreciaban más y aparecía bastante claramente la contradicción insalvable entre todo lo que había sido mi mundo infantil y aquél por el que tanto habíamos orado a la Virgen.

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