Violeta tenía un novio norteamericano, oficial de la Base Naval de Guantánamo. Varias veces el americano vino a ver a mi
maestra: un dirigible se paraba sobre el patio, caía una escala y por ella
bajaba él. Demasiado fuerte para nosotros, que idolatrábamos a Rosa y a su
familia. Para las Navidades inventaron una representación bastante loca, como
todo lo de ellos. Yo hacía el papel de Santa Claus, que pasaba repartiendo
regalo cerca del pesebre donde el Recién Nacido –Tonito Llorca- lloraba en brazos de la Virgen –Mireya la hija de
Silvina- y al pie de San José –Paquito Nariño-: la representación fue un
verdadero éxito que resultó memorable para todos. Los Dumont tenían un gran
jardín de dalias frente a su casa: por Navidades gustaban plantar un gran
arbolito nevado y dos renos de cartón piedra blancos también, atados al árbol
con cintas plateadas. El conjunto estaba iluminado por reflectores y sonaba
música de villancicos: totalmente kisch pero espectacular, mágico y, única y
exclusivamente, por el gusto de hacerlo. En esos años muchas personas hacían
cosas sin cálculo alguno: los que bailaban en el carnaval era por gusto, los
que se iban a la Sierra era para luchar, los que iban a la iglesia era
por devoción y si te pedían dinero prestado era para devolvértelo. Quizá se
diga que era cuestión de prestigio personal: puede, pero si algo te disgusta,
es difícil que lo hagas sólo por prestigio. A los Dumont les encantaba su
arbolito, su trineo y sus villancicos. Es que eran muy locos. Rosa era
aficionada a exhibirme; una vez la visitaron unas amigas y ella me llamó. Me hizo echar el
cuento de Cristóbal Colón y cuando acabé exclamó ¡Este niño es un genio!: confundí genio con mal genio y
durante años no la comprendí. He
arrastrado ese problema con las palabras: que a veces no las comprendo. Recuerdo
que tenía la costumbre de meterme en la cocina a mirar: mi madre señalaba una
olla humeante y me decía eso es vapor de
agua y yo no entendía pues para mí vapor
de agua era un buque de vapor que navegaba.