jueves, 15 de marzo de 2012
Cuando regresé a la Escuela de Letras, ya cursaba el Tercer Año de la carrera, pero la estructura del programa había sufrido cambios: tuve que estudiar varias materias con los de Segundo, y en cambio otras ya las tenía aprobadas. De manera que me quedaban libres varios turnos de clase. Ese año comenzaron a impartir Cine en Historia del Arte, que se estudiaba en el mismo edificio que el resto de las licenciaturas. En mi tiempo libre pude asistir al curso que dio Alfredo Guevara (entonces presidente del Instituto Cubano de Ate e Industrias Cinematográficas) y al que impartió Roberto Segre sobre Art Nouveau. Mi curiosidad y disposición para adquirir cualquier conocimiento no tenían límites.
Hice otra lista de libros que debía leer; nadie me guió, eran textos que necesitaba conocer para estar a la altura de mi medio. No sé cuántos. Los leí todos. Unos interesantísimos y otros muy aburridos, pero igual los leí. Algunos amigos se reían de esta dedicación casi monacal, pero mi formación había sido muy irregular: de niño conocí El Quijote y La Vuelta al mundo de un Novelista, los muñequitos del Pato Donald junto a la poesía de Quevedo, pasando por José Ángel Buesa, Pearl S. Buck, Selecciones del Reader’s Digest, mucho Julio Verne, Paradiso de Lezama y todo lo que se me presentara. Por lo tanto debía poner algún orden en aquello. Y lo hice. Empezando por Homero y continuando por Bocaccio, Dante, los Cuentos de Canterbury, hasta llegar a Borges, Adán Buenosayres, Rilke, Villon, los Diálogos de Platón, y cuanto filósofo griego pasó cerca de mi. También me impuse la tarea de leer las novelas cubanas publicadas después de 1959. Nunca imaginé que la mayoría fueran tan malas. Particularmente horribles recuerdo El Plano Inclinado, de Noel Navarro y Rebelión en la Octava Casa de Jaime Sarusky. Hace poco he releído unos escritos de Fornet y Portuondo procedentes de los primeros ’60 donde se habla de esta narrativa y la ponen por las nubes. ¿No tenían ojos? Es que para leer no solamente hacen falta ellos, sino también el alma. Ya conocía Paradiso desde su primera edición, que leí en el Parque San Juan de Santiago, en un ejemplar propiedad de Lucía Mercedes Lázaro: siempre la entendí, no comprendo por qué han tildado de oscura una narración tan cuerda como la de Lezama. Frecuentaba mucho las bibliotecas y en la de la Escuela de Letras, la propia directora que se llamaba Sarah y era judía, trotskista y esposa de Juan Pérez de la Riva, me prestó la colección de las revistas Orígenes. Fueron una revelación: las leí todas y de ahí pasé a los libros de Lezama. Desde la primera edición de Muerte de Narciso, Espuela de Plata, Nadie Parecía, Dador, todo eso, hasta el Órbita de Lezama Lima que hizo Álvarez Bravo y una primera edición de Analecta del Reloj que hallé en una librería de la calle O’Reilly. Lezama devino un dios intocable para mi.
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