jueves, 16 de agosto de 2012

Ya era fines de 1979. Cambiar fue importantísimo. A la Galería de Arte Universal, que debía su rimbombante nombre a que albergaba una serie de reproducciones de arte de todo el mundo –en realidad, europeo- adquiridas con la donación de los derechos de autor de Alejo Carpentier . El edificio había sido proyectado por la arquitecta Norma del Mazo en 1957 y fue una de las primeras construcciones racionalistas del entonces flamante barrio Ampliación de Terrazas. Encargado para consulado de los Estados Unidos, el edificio se inspiraba en la gran construcción de la embajada americana de La Habana. Cuando Cuba y USA rompieron relaciones, el inmueble permaneció cerrado con todo adentro, hasta que en el ‘76 instalaron allí la Comisión Electoral Provincial; después el edificio pasó al Ministerio de Cultura y por fin los arquitectos Oliva y O’Reilly lo remodelaron para galería. O sea, que se trataba de una hermosa construcción recién restaurada por dos importantes arquitectos, refrigerada y con grandes perspectivas.

Por una parte, la instalación era diferente y nueva; por otra, la directora era joven, culta, profesional y ejecutiva. Parecía que todo iba a cambiar en mi vida. Y así fue hasta cierto punto; es decir, que cambió mucho, pero luego se pasmó.

Las especialistas se llamaban Glorita y Alba. La primera estaba casada con un documentalista llamado Renán; Alba –la segunda-, con el historiador Dupuy. Mi trabajo consistía en montar y desmontar las exposiciones transitorias y cuidar la permanente. No había escalera ni hilo de nylon. Yo arrastraba una mesa que pesaba toneladas a lo largo de los muros: para colgar me subía de un salto y utilizaba nylons empatados. Por primera vez en la vida recibía un salario por hacer algo relacionado conmigo. Estaba loco de contento y completamente enamorado del proyecto de la Galería Universal.

Janet Ortiz siempre ha tenido mucha iniciativa: en aquellos años tenía también la frescura de la juventud. Hizo estructurar un plan de exposiciones, hacer un boletín sobre artes plásticas, un Curso de Fotografía, un grupo de creación infantil, varias investigaciones, etc. La Galería era un pequeño volcán y, como las circunstancias me habían dado la oportunidad, se vio que yo era alguien diferente al conocido. Aparte de las exposiciones, me ocupé de las fotos, el emplane y algunos artículos para el boletín, también atendía un grupo de chiquillos y auxiliaba en el Curso de Fotografía –a veces había que repetirlo porque asistía mucho público. Asimismo, se organizó un concurso de Fotografía llamado Imagen de la Ciudad.

Lo malo es que se trabajaba en turnos alternos; es decir, una semana de mañana y la otra de tarde, hasta las 9.30 pm. Sin ánimo de denigrar, las licenciadas que ocupaban cargos de especialistas tenían poca cultura general y casi ninguna iniciativa –para ellas, “el sentido de una obra” era lo que el autor decía que quiso decir; si se me ocurría opinar que tal o cual obra era mala, se debía a que “mis vivencias personales” me lo hacían pensar, como una especie un “problema psicológico”. Pertenecían a esa legión de jovencitas licenciadas en los años ’70, cuyo ideal era no trabajar, sino ganar un salario por ser licenciadas. De eso hubo y hay muchísimo en Cuba: creen firmemente que se les debe no solamente un salario sino también crédito y consideración solamente por tener un diploma. Sucede que como para ocupar ciertos puestos es imprescindible un título universitario, ellas se consideran excepcionales. En realidad no hay que culparlas: SON excepcionales de acuerdo con la escala de valores fijada por el Estado cubano.

En honor a la verdad, Glorita cambió con el tiempo, asì como Alba, que se sosegó y hoy es una de mis amigas preferidas. En Glorita, el hecho de mudarse a otro país, trabajar en otras cosas y criar sus hijos la convirtió en otra persona.


Por supuesto que mi presencia advenediza junto a ellas en los Consejos de Dirección les hizo malísimo efecto. Por todo lo cual, cuando contrataron otra especialista – otra licenciada más, llamada Sirena-, se cerró alrededor de Janet un nudo mortal.

La tal Sirena era hábil como ella sola y mucho mejor que Janet en relaciones públicas. Al principio buscaron que me excluyeran de cualquier decisión, lo que lograron fácilmente pues J. cede  ante cualquier presión que mezcle autoridad más jerarquía: no posee demasiado sentido de la fidelidad para sus amigos ya que está convencida de que es imprescindible manipular a los demás y de que es virtuosa en ello. Jamás lo confesará, pero en el fondo de su alma siente que no vale la pena meterse en un lío por un pecador como yo. Es su crianza puritana. Janet es buena persona; hace lo posible por convivir y considerar como igual a un gay. Pero en el fondo, repito, no puede. La admiro porque le ha consentido cosas muy indignas al marido para conservarlo. El amor es así.

Así y todo, no niego que Janet Ortiz es un alma extrañamente pura y una persona especialmente inteligente, a la que guardo profundo agradecimiento, aunque no ignoro que de no ser mediar iniciativa mía, hoy seguiría yo colgando cuadros.