El ’50 se llamó Año Santo. No sé por qué guardo el recuerdo de la zanja que pasaba
por debajo de la entrada de casa, llena de fruticas rojas de ficus entre las
enormes raíces, y yo caminando sobre las hojas caídas. No entiendo por qué
guardo esa imagen con la seguridad de que sucedió en el ‘50: puede, porque me
veo muy pequeño. Ese Año Santo el
cura de Cuabitas viajó a Roma. Trajo una serie de rosarios supuestamente
bendecidos por Pío XII: uno de ellos correspondió a Bebé. Para mí era un objeto
venerable y se conservó en una gaveta hasta hace poco. Después vinieron las
verbenas: allá siempre hubo la ilusión de erigir un edificio para que vivieran
curas y la capilla se convirtiera en parroquia. El edificio se construyó: hoy
día funciona allí una escuela pública. Lo de parroquia no se logró. Pues bien,
las verbenas servían para reunir plata. Creo que una se celebró en el ’50 y
otra en el ’51. El solar donde luego se levantó el edificio estaba desocupado y
lleno bejucos de coralillo. Había varios kioscos y frente al correo armaron una
valla de gallos pequeña que la guardia rural clausuró. Como si fuera tan amante
del orden. Por esos días había una epidemia de gripe que llamaban “la coreana”, seguramente por la guerra
de Corea. Dentro de la iglesia colocaron un micrófono y afuera varias bocinas. Empuñé el aparato y
empecé a dar un discurso sobre la imposibilidad de que la coreana detuviera las verbenas, así como recomendaciones sobre
la enfermedad. ´Ese feo vicio de los discursos arrasó mi niñez como un tsunami,
y creo que proviene del exceso de
programas radiales políticos que se escuchaban en casa –Chibás, Pardo Llada,
Millo Ochoa. En todo caso me entrenó para hablar en público con desenvoltura y
cierto buen humor.
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