In illo tempore, la administración de becas decidió mudarnos para el edificio de F y 3ra a los estudiantes de Letras, Historia, Periodismo, Ciencias Políticas y la Facultad para Extranjeros. Ese mismo que un lugar tan distinguido ocupa en la mitología urbana de la época. Fue una mudanza apocalíptica donde solamente faltaban los carros tirados por bueyes: nadie es capaz de imaginar la cantidad de basura “insustituíble” que se acumula durante dos años en un sitio que uno cree “de por vida”. Aparte de ropa y enseres personales, yo tenía montones de libros, papeles, botellas vacías que me empeñaba en coleccionar (en la esquina de 12 y 3ra había una tienda para diplomáticos donde se apilaban envases vacíos de las formas y marcas más ostentosas y célebres). Pero al fin nos mudamos.
Fui a dar a una habitación múltiple del piso 9 con balcón hacia la Casa de las Américas y la calle G, y Carlos a un casi desierto piso 24 que parecía salido de una película de Tarkovski. Básicamente nuestro régimen de vida no varió mucho: la beca era una especie de hotel al que se salía y entraba a cualquier hora.
Las diferencias eran, que la parada de la guagua que nos llevaba a la Escuela de Letras quedaba muy cerca, que la administradora del edificio era una señora más bien gorda llamada Milagros, que el sistema de audio con el que se nos avisaba de cualquier visita lo manejaba un viejo alto vestido de miliciano, que el edificio era mixto –o sea, que había pisos de varones y pisos de hembras-, que había cualquier cantidad de vietnamitas y que la gente “de confianza” -los que de verdad decían y decidían- eran alumnos de Ciencias Políticas. Por lo demás, lo mismo:el ambiente de esta residencia era más bullanguero y barrial, pero a nosotros eso no nos importaba mucho. El hecho de estar más cerca del centro del Vedado –que era nuestro barrio tutelar-, del teatro Amadeo Roldán, del Carmelo de Calzada y D, lo compensaba todo. Obligadamente, la mayoría de mis recuerdos sobre la beca se refieren a 3ra y F.
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