miércoles, 18 de julio de 2012
Conocí a Delfín Prats en el balneario de La Concha, a donde yo había ido con Carlos Victoria. Era medio día y Delfín estaba sentado en la arena, rodeado de niños. Cuando me lo presentaron le dije que me había recordado a Josephine Baker: se rió mucho y comenzamos una amistad que aún perdura. Como lo conocían por Hiram, en lo sucesivo me referiré a él con ambos nombres, como ocurre en la vida. Hiram es un hombre fornido, hecho al trabajo físico, con los ojos amarillos de los campesinos holguineros: sus acciones son bruscas pero sin tosquedad. Como si le gustara beber café en lata y no en taza, pero saboreando cada trago y sin derramar una gota. Cuando tiene que mutilar sus propias palabras o acciones cae en un abatimiento insondable. De las personas que sé que estudiaron en la antigua URSS, al que más se le nota es a él, capaz de pasar de la alegría y el entusiasmo al abatimiento y la furia. A pesar de que nos hemos escrito durante años, jamás he entendido su caligrafía: para mi sus cartas son como runas célticas o estelas mayas que interpreto sólo en parte. Sin embargo, las conservo todas. Tuve la suerte de que comprendiera al instante que mis remilgos y tonterías no son un postizo.
En 1968, cuando Delfín ganó el Premio David con Lenguaje de Mudos -que después de impreso fue hecho pulpa por orden de Nicolás Guillén-, al saber que era natural de Holguín le pregunté a Coco Salas. Me respondió que Hiram confeccionaba ajustadores y que en ese oficio era muy conocido: con esa información congelé el nombre del poeta hasta aquel medio día de La Concha.
La noche siguiente salimos y tuve la suerte de que me mostrara un ejemplar salvado del libro culpable. El formato apaisado de la colección del Premio David nunca me gustó, bonito no era, pero al fin y al cabo ... Creo que lo trataron tan mal por intrigas de otros escritores. En realidad aquellos hermosos textos no contenían algo escandaloso en ningún sentido. Eran, eso sí, muy superiores a los de los “poetas jóvenes” de entonces: Wichy Nogueras, Guillermo Rodríguez Rivera, Rául Rivero y otros; evidentemente un escritor tan maricón y de tanta calidad hubiera arruinado la escenografía concebida para la Literatura Cubana de esos años y rebajado en mucho las posiciones de los autores oficiales.
Fue mediante Hiram que conocí a Reinaldo Arenas: una mañana fuimos a la torrecita donde vivía, a un costado de casa de su tía. Era Miramar: el fondo de la casa daba al rompiente. Después que se asomó por una ventana para convencerse de que éramos gente buena, nos abrió y subimos por la estrecha escalera. El cuarto de Reinaldo no era amplio. Al centro había un mesa circular con una máquina de escribir y al costado una cama. Las paredes estaban cubiertas de puertas con candados de varios tamaños, detrás de las cuales guardaba celosamente ropa, libros y objetos de valor: el resto aparecía desnudo como una celda.
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