Durante los últimos meses había desarrollado gran afición por los cabarets. Mi estrella favorita era Martha Strada, que actuaba en El Parisién. Su personalidad caótica, imagen sobreactuada y potente voz me hacían adorarla. Una noche fuimos a verla. Como siempre, el cabaret estaba lleno y había que esperar que se desocupara alguna mesa. Durante la larga espera nos encontramos con Benny Bola de Humo y un niño de ojos azules y complexión atlética. Dijo Benny que el muchacho era sobrino de un actor que llamaremos Waldo Medina; venía de Santiago de Cuba y no sabiendo Waldo ya qué hacer con él, se lo entregó con algo de dinero para que lo entretuviera aquella noche. Y al Benny no se le ocurrió algo mejor que llevarlo al Parisién. El chico y yo hicimos amistad inmediatamente. En realidad él me conocía de vista de Santiago, pero no estaba en La Habana de vacaciones. Contando sólo dieciséis años, la Justicia no había podido encarcelarlo en una causa por salida ilegal del país de la que acababa de ser protagonista: su padre estaba preso político, pero en uno de sus pases había ideado abandonar Cuba con la familia. En bote. Se montaron a la embarcación ya preparada y zarparon. La familia de Alexis –que era en nombre del chico- sabía mucho de mar. De hecho siempre tuvieron bote y todos nadaban a las mil maravillas –la complexión física y el bronceado de Alexis lo atestiguaban. Pero resulta que cuando ya habían navegado varios kilómetros necesitaron cambiar el motor. Me contó que al hacerlo, la embarcación dio una vuelta de campana. Nadie se ahogó, pero en alta mar y en medio de la noche acudieron los tiburones, que frente a sus propios ojos devoraron a la abuela: el grupo se deshizo y nadó hacia la costa. Llegó cada quien por su lado. Alexis anduvo horas vagando aterrorizado hasta que los guardafronteras lo capturaron. A los demás les ocurrió parecido, sólo que al chico y sus hermanos menores los soltaron, mientras al mayor, el papá y la mamá fueron enjuiciados y condenados a prisión. En estado de shock, Alexis fue remitido hacia La Habana donde estaba su tío. Esa fue la historia que me contó en un rincón del lobby mientras esperábamos para entrar. Con ojos húmedos, muy bajo y tartamudeando el niño relató su caso. Por fin entramos y ocupamos una mesa de pista; cuando comimos –recuerdo que había galleticas de soda y guardé varias en el bolsillo de mi saco-, bebimos, disfrutamos de Martha -yo la aclamé ¡Martha, diosa!, y otro espectador respondió ¡Cállate la boca, maricón!-, hicimos todo tipo de chistes, y nos marchamos. A poco de bajar la calle N hacia 23, el chico se quejó de hambre: como un mago, saqué : en los días siguientes creo que no lo vi y terminé olvidándolo.
Sin embargo, al regresar a Santiago nos encontramos. Alxis resultó un acompañante maravilloso, listo siempre para cualquier iniciativa que incluyera aventura y placer. Una noche que Carlos estaba de visita, decidimos ir a Punta Gorda –antiguo club dentro de la bahía santiaguera-; Los días posteriores, después de que mi socio de expulsión se marchó, marcaron un alza en mi relación con Alexis. Tanto así que nos embullamos a salir de viaje y tomamos el tren rumbo a Camagüey y luego, La Habana.
Cuando llegamos a Camag, por supuesto que no había cuarto de hotel: tuvimos que pasar una noche estilo mendigos en una puerta lateral de la iglesia del Carmen. Cuando por fin hubo habitación, fue en un viejo hotel que hoy se llama Puerto Príncipe, frente a la estación de trenes; el cuarto estaba en un piso superior y la llave era un pedazo de metal al que le quedaba la parte de agarrar. La ventana del baño era muy amplia: del mismo modo que teníamos una gran vista de la ciudad, todas nuestras acciones eran de dominio público, incluyendo uso del retrete. El tal baño quedaba un escalón más alto; por suerte también tenía una púdica puerta. El colchón poseía un hueco en el centro y a cualquier movimiento los dos íbamos a parar a él. El hotel tenía restaurante: una noche cenamos aporreado de tortuga -el chico insistió en la tortuga y el sabor me gustó. Me sorprende cuántos detalles han quedado en mi memoria. Alexis causó sensación en la tierra de los tinajones. Un director de teatro se enamoró ipso facto de él; aunque aquello no prosperó. Como a los tres días seguimos viaje hacia La Habana, a donde llegamos a media noche.
Yo pensaba quedarme en casa de un benevolente pintor que vivía con su madre, mientras mi niño seguiría para casa de su tío, pero quiso Dios que el pintor cambiase de opinión después de haber accedido. Toqué a la puerta de su apartamento, abrió, dijo que no y me la cerró en la nariz. No me preocupé y seguí para El Vedado, que estaba en el mejor momento de la noche. Entré a la cafetería Maraka a comer algo: en un momento miré hacia la puerta de vidrio y vi pasar a Alxis. Salí tras él. Lo alcancé y me costó convencerlo de que no se trataba de un montaje mío para deshacerme de su compañía y disfrutar a mis anchas; regresamos a la cafetería y juramos compartirlo todo. Me encontré con la gente de la Onda y me dijeron de ir a ver a Roberchichi: como no iba a dejar de nuevo al chico, lo llevé conmigo.
Junto a la acera de la antigua embajada americana –actual Oficina de Intereses o CINA- hay un seto vivo de araucarias podado en forma de cajón; debajo yacían Roberchichi y la novia, totalmente desnudos: técnicamente, hacían el sexo en plena vía pública, si bien el follaje y la oscuridad producían una agradable intimidad. Por supuesto que interpretó mi aparición como una filmación, (un montaje) vengativo: enseguida adoptó un tono de condescendencia que no me importó. En cuanto pude, desaparecí. Me senté con Alexis a pasar revista a la noche: su creencia de que había querido dejarlo nos hizo reir.
Como en La Habana tampoco encontramos hotel, nos refugiamos en el portal de la parroquia de El Vedado: el falso gótico y la oscuridad armaban un decorado de terror. Allí nos tiramos a dormir, hasta que llegó el día.
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