lunes, 9 de julio de 2012
EL ‘71, COMO SE RECORDARÁ, marcó el inicio de una feroz represión contra la homosexualidad como cabeza de turco. Varios profesores fueron expulsados, entre ellos el Chino Heras, de Periodismo -que no me consta que sea nada.
A principios de abril, por tercera vez me llamaron por el audio de la beca. Era una citación del mismo director-psicólogo que tanto me había tratado tiempo atrás, y que ahora era Decano de la Facultad de Humanidades, para que compareciera cuanto antes en su despacho que ahora radicaba en el subsuelo asignado al Decanato de Humanidades. Cuando concurrí, fue directo al grano y me indicó que debía abandonar cuanto antes la beca y la Universidad, ya que mi conducta y mis condiciones me hacían incompatible con los intereses de la Revolución. Le respondí que si a mi me consideraba un enemigo, por fuerza debía ser un enemigo fiel, ya que nunca practiqué la hipocresía. De aquellas palabras sacó que yo me había proclamado enemigo fiel de la Revolución, aunque nunca le interesó explicar qué habría querido yo decir con eso, o qué pensaba él que significaba eso. También le dije que en tantos años había acumulado gran cantidad de libros y objetos que necesitaba trasladar, por lo que necesitaba y pedía tres días para marcharme. Me respondió que no, que debía hacerlo de inmediato.
Esa semana todos mis amigos se habían citado en Camagüey a conversar sobre temas de la realidad inmediata –la “situación de los intelectuales”-. Es decir, que ni amigos ni dinero tenía. Al regresar a 3ª y F, llené mi maletín con algunas cosas. Quiso Dios que me encontrara en un pasillo con Adrián Bosco: se lo conté todo y sin decir nada, metió la mano en el bolsillo y me dio veinte pesos –que era mucho en esa época.
Quizá sin quererlo, pero tampoco sin titubear, el dirigente-psicólogo configuró mi futuro. No me permitió acabar mis estudios y obtener un diploma, erigió para mi una imagen de temible antisocial que era indispensable apartar como fruta podrida, proveyó la base de otras expulsiones, me excluyó de empleos, salarios, oportunidades, condiciones de trabajo, contactos, reconocimiento y de un mínimo prestigio entre mis colegas. En una palabra, hizo lo que pudo para eliminarme del paisaje.
Voy a incluir este párrafo en segura previsión de quienes me reprocharán un supuesto miedo a pronunciar el nombre del dirigente-psicólogo. Tres son para mí razones suficientes: 1) Este texto no tiene el fin de cumplir venganza. 2) No quiero siquiera imaginar que los nieto(a)s, o sobrino(a)s, o amantes o lo que fuera del dirigente-psicólogo, vean el nombre de esa persona mezclado en hechos vergonzosos. 3) Nombrarlo, ya para qué. Creo que no existe precepto alguno –al menos en mi país- que proteja la integridad moral o el futuro de los estudiantes, al menos, nunca lo he conocido. Ese dirigente hizo lo que era capaz de hacer (y me fastidió). Tampoco soy tan excesivamente tonto como para creer que un día podré hacerlo comparecer ante un tribunal: necesitaría para mi ancianidad todo el dinero que me impidió ganar con mi trabajo, y me vendría bien que me indemnizara.
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