Al año siguiente de la muerte de Virgilo Piñera (1980) viajé a La Habana. Conseguí un pasaje en avión y hablé con Rogelio Quintana para que me esperara en Rancho Boyeros. Llegué cerca de medianoche: allí estaba Rogelio enfundado en una especie de cotona de lino azul claro, bordada. Me llevó aparte, a un saloncito vacío. Allí pronunció una especie de discurso y me impuso una medalla como Orden Virgilio Piñera. Aún la conservo: es una medalla de conducta con una breve lengüeta tricolor, de las que daban en el Colegio De la Salle. Él tenía actos impensados, conmovedores, como ése. Es otro de los grandes espíritus de mi promoción: hombre de un buen humor muy especial, diseñador gráfico y dibujante de mucha imaginación. Dueño de una ironía que sólo se evidenciaría en el arte cubano diez o quince años más tarde, sus programas de teatro para obras imaginarias (Quo vadis? y el catálogo para la Editorial Virgen de la Caridad –otro invento suyo-, con casa matriz en El Cobre, Oriente, con las colecciones Me la pusiste en China (Polémicas), El tibio salmón (Poesí ), entre otras muchas forma parte de lo mejor y más notable de su momento. Son históricos. Guardo los originales entre mis papeles.
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