miércoles, 17 de octubre de 2012
Rubén llegó tarde, como anunció. En medio de la madrugada hubo que levantarse a saludar y conversar al menos dos palabras. Y al menos esa misma cantidad de palabras hay que decir de él, que me aguantó tantas semanas en su pisito de Clichy.
Quedamos en que era colombiano. De treintitantos años, baja estatura, blanco, calva incipiente y complexión mediana. Hacía tiempo estaba en Francia, tenía hijos, se había casado, tuvo trabajo fijo y estaba en proceso de divorcio. Ahora vivía solo y había quedado en el paro. Pero nadie se imagine a un pobre desempleado hambriento y rotoso. Por el contrario, Rubén era un tipo suficientemente estable aunque no próspero en el sentido tradicional –al parecer no le interesaban demasiado los bienes materiales; por lo menos, no para ostentarlos.
Trabajaba con Cristo en la complicada maquinaria del club de jazz y sus llegadas a mediación de madrugada se debían a que estaba encargado de cerrar el establecimiento a las dos de la mañana –hora límite fijada por la ley para los espectáculos. En su piso no había refrigerador, teléfono ni televisor. Al principio la ausencia de esos artículos me sorprendió un poco -¡en medio de París!- luego comprendí que hubieran sido una molestia y un gasto inútil: en realidad el colombiano utilizaba el piso sólo para dormir, ir al baño y lavar su ropa. Incluso “hacer el amor” no parece haber sido el uso más frecuente. Pero había una excelente lavadora y un cuarto de baños completo. Para comunicarse utilizaba su teléfono celular.
Era práctico y un tanto solitario. De hecho, yo estaba más aislado que en Cuba -donde en mi oficina de Caguayo y en mi vecindario hay varios teléfonos-: por suerte en la Ciudad Luz sobran “estaciones públicas” donde hacer y recibir llamadas. Nada de lo anterior me quitó el sueño.
A la mañana siguiente, mientras el otro dormía, salí a caminar. Situé la casa, el teléfono público, la parada del ómnibus, miré las vidrieras y los pequeños parques tan abundantes en cualquier ciudad francesa. El bulevar Victor Hugo es hermoso. Clichy es hermoso. Cuando años después vi por TV los desórdenes callejeros relacionados con la inmigración me sorprendí. La voz contrita de la periodista no casaba con la imagen que tuve: el Clichy que yo vi no se parece al Bronx, ni a un zoco marroquí, y mucho menos a los barrios de chabolas españoles –como de Europa hablamos, dejo fuera los cerros bogotanos, las favelas o los llegaypón cubanos. Es un sitio limpio, florido, de menor escala que el resto de la ciudad, pero por ello mismo más amable. La sociedad francesa es conservadora, desconfiada y poco franca, pero no difiere básicamente del resto de las europeas. Y por lo general, quien emigra sabe, aunque sea superficialmente, qué puede encontrarse. Evidentemente la historia no estuvo bien contada: es verdad todo lo que se dice acerca del drama de la emigración, de Francia, de la xenofobia.
De acuerdo, pero Clichy es hermoso.
Ya en la tarde bajé a la ciudad. A Rubén le habían regalado un Citroën de medio uso. Sin más ceremonias, arrancamos. Entonces vi París. Cuando somos nuevos en cualquier sitio, los primeros dos días nos posee una especie de bobería. Miramos las cosas, los lugares, los colores: olemos el aire, saboreamos las comidas, conocemos gente, pero sucede como si el cerebro todavía no las considerase reales: es parecido a la duda, como si a nada le dedicáramos demasiada atención. A medida que pasa el tiempo, la mente se convence de que todo es cierto, y entonces sí vemos. Al menos, a mi me ocurre de ese modo.
El club es un sitio de fachada bastante anónima, a no ser por los letreros, en una estrecha calle del centro llamada Des Petites Écuries (de las pequeñas caballerizas). Un sitio muy urbano, bullicioso, transitado, donde las aceras son estrechas y no es fácil aparcar un auto. Cruzando la calle hay un cafetín que parece sacado de un filme de la “nueva ola”.
Por dentro, este es el típico local nocturno. A la entrada tiene una especie de zaguán alargado donde quedan la taquilla, el guardarropa y varios tableros con avisos. Aquello se abre hacia un espacio oblongo de paredes curvas dispuesto en anchos escalones; en el nivel más alto está el bar. El escenario se alínea contra la pared del fondo, las mesitas se despliegan sobre los escalones que bajan hacia el escenario y unos pullman se adhieren a los muros. Éstos son rojo ladrillo, casi carmelita –colores corporativos de la cerveza Hatuey-. Atrás y en alto hay una caseta encristalada donde queda la oficina. Allí dejé las obras.
No me moví del centro nocturno hasta que cerraron en la madrugada. Por las conversaciones que escuchaba comencé a penetrar el misterio del lugar. La verdadera dueña del local era una señora –a la que nunca vi- que vivía en ese mismo inmueble. Otros vecinos frecuentemente se quejaban a la Policía por la música alta; también estaban los seres encargados de pegar por todo París los miles de anuncios que acompañaban cada presentación, aparte de quienes repartían volantes. Todos querían algo: la Policía aplicaba multas si ensuciaban determinadas paredes, pero si hacían mucha bulla también había multas; la dueña del local quería que le pagaran más, los músicos también querían más, y el público hallaba muy caras las entradas. Cristóbal, que a pesar de su imagen de “genio encerrado en una botella” era muy buen relacionista, constantemente conversaba por su celular con periodistas, emisoras de radio, proveedores, impresores; claro está que él también quería ganar el máximo. Yo me sentía como cáscara de nuez en tempestuoso mar.
Así pasaron dos o tres días. Veía lo que mis anfitriones veían, comía cuando y cómo ellos lo hacían. Me trasladaba (siempre en auto) a donde, y cuando ellos lo decidían. Nadie me diga ingrato, pero era insoportable. Yo era un parche mal pegado en medio de aquel ajetreo de salseros y propagandas baratas.
Una mañana salí a recorrer Clichy, entré a una librería y compré un plano de París: busqué los principales sitios, confronté el recorrido del bus que paraba en mi esquina y de ahí en adelante, me valí por mi mismo. Comencé a andar la ciudad.
Cristo me llevó a un sitio de la calle Lappe llamado Havanita Café donde había un alegre mural hecho por el pintor cubano Trillo; me presentó al propietario –un francés que fumaba un sempiterno habano- y quedamos en que al día siguiente yo le llevaría varias obras. Como tenía la experiencia de Colombia –las obras hay que “caminarlas” – me contenté muchísimo con la perspectiva. En efecto, la tarde siguiente tomé un taxi en la calle de las caballerizas y me fui hasta Lappe con un enorme cartapacio lleno de cartulinas, acuarelas y grabados. El francés del tabaco tenía un grupo de consejeros. Aquellas personas bebían buenos licores instalados confortablemente, conversando y carcajeando en el devaneo más auténtico que pueda imaginarse: llegué hasta ellos, me presentaron, saqué las obras y se las fueron pasando con displicencia y nonchalance. Evidentemente, ni eran conocedores ni estaban al día del arte de la isla. Una señora se quejó de que eran muy oscuras, que no representaban a Cuba, etc. Cuando terminaron recogí las obras, les di las gracias y salí. Un cliente puede o no comprar –por supuesto que nadie está obligado- pero comprendí que nada de lo que yo traía estaba en la “frecuencia” de lo que esperaban ellos –palmeras, orichas, mulatas, bongoes, colores. Yo sabía que las obras no eran malas, pero ciertamente necesitaban un apoyo que ellas solas no podían darse. Lescay pinta en una especie de trance muy cercano a la concepción del universo de la Regla de Palo, de una sensibilidad cultural casi abstracta –pues no se trata de un practicante religioso .
Me molestó el sucedido, pero en definitiva, era una experiencia más. Más me molestó el precio de los taxis. Acostumbrado a los la isla, hallaba escandaloso cuánto costaba un taxi europeo. Otra experiencia. No la he olvidado, pues en lo sucesivo nunca más –ni entonces ni después- he vuelto a parar un auto de alquiler europeo. Para eso hay piernas o metro, o bus.
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