jueves, 11 de octubre de 2012


Ya estábamos en 1997. Durante verano había conocido a Radamés Loyola, un uruguayo residente en Ginebra, ex tupamaro amigo de Lescay. Otro personaje cuya incidencia en mi vida nadie pudo prever. Radamés es pintor y anti cristiano. Ciertamente, todo lo que pinta es contrario a la religión. Estuvo casado con la actriz Montse Duany y ahora lo estaba con una chica muy agradable, negra y abogada.

Creo que fue junio porque funcionaba la Feria del Caribe, y Rada –con su experiencia de antiguo clandestino- burlaba la vigilancia policial para entrar y subir a nuestro stand cada vez que le daba la gana. Dormía encima de una mesa del estudio de Lescay y se alimentaba solamente de mangos: recién llegado a Santiago compró un saco que le costó cuarenta pesos cubanos. Tenía el firme propósito de ir a Baracoa. Me pidió que escribiera  dos cartas, una para el arzobispo Meurice y otra para el cura de la Ciudad Primada, Valentín Sanz –magnífico fotógrafo-: quería donarles arte anticristiano. Accedí a ello a cambio de un rosario nuevo (el uruguayo tenía varios). Al regreso a La Habana pasó por Santiago. Creo que siguió en Cuba varias semanas, porque mi próximo recuerdo lo sitúa en un apartamento de la calle 25 del Vedado.

Había llegado recién un matrimonio suizo amigo suyo y nos invitaron a cenar esa noche: querían conocer una paladar. Fuimos a una de la calle L, frente al Hotel Habana Libre, reducida y con las mesas muy próximas. La comida fue excelente. La suiza era una señora muy pulida y díscola, y él un ex arquitecto. En otra mesa había un joven mulato de sonrisa brillante que acompañaba a un gay español. La suiza no dejaba de mirarlo y en una ocasión le pasó un salero. Años después utilicé la escena para escribir un cuento. Al día siguiente regresé a Santiago: el matrimonio prometió visitar mi ciudad y contactarme para que le sirviera como una especie de cicerone. De regreso en Santiago llamé a una amiga que alquilaba habitaciones para extranjeros y el día señalado subí al aeropuerto a recogerlos. Los llevé a hospedarse —en realidad se trataba de un pequeño apartamento, no una pieza strictu sensu. Él fumaba sólo cigarrillos Camel y ella, además, bebía copiosamente. Dejaron sus cosas y nos lanzamos a la ciudad.

Era casi medio día. Los llevé a La Isabelica –donde protestaron porque hallaban muy caro el precio de la taza de café e injusto que los cubanos pagaran en pesos y ellos en dólares: hubieran preferido la moneda cubana. Comprendí que eran personas difíciles a las que no interesaba nuestra enrevesada realidad. A la noche cenamos langosta en otra paladar. También les resultó cara. Después de la comida se produjo una escena callejera donde ella lloró y bramó a la noche que detestaba a Santiago de Cuba. a la explanada de Ferreiro llena de jovencitos, motores y música tecno - y deseaba regresar a La Habana cuanto antes. Confieso que me aturdió el estallido. Desaparecí y no los volví a ver: sé que consiguieron un vuelo de regreso para la mañana siguiente.

Semanas más tarde Radamés regresó a Ginebra con su esposa cubana, más entusiasmado y feliz que nunca.


A principios del ’97 había recibido una carta de Suzanne Chautrière, de Ginebra, donde más o menos me decía que había sabido de nosotros por Radamés Loyola. Ella era directora artística de la sociedad Arc-en-ciel, y le interesaba organizar en su ciudad un festival cubano. Peguntaba asimismo si me interesaba participar en el proyecto y daba sus coordenadas. En mi mejor francés le contesté que claro que sí. En aquel tiempo ella no tenía correo electrónico y nosotros sí; me di cuenta de que, a pesar de estar en un “oscuro rincón del mundo”, Caguayo se mantenía bastante al día de todo. Así, estuvimos intercambiando faxes en un francés casi raciniano hasta que a los pocos meses me anunció que debía suspender su proyecto sin fecha debido a problemas personales. Vista su discreción, no averigüé más: le respondí que seguiría dispuesto en el momento en que fuera posible, etcétera. Entonces mi optimismo no conocía valladares.


Por esa época Caguayo ocupaba casi todo mi tiempo. En el estudio de Lescay no había espacio para conversar en privado, cosa que constantemente era necesario hacer. Además, él insistió en celebrar nuestros Consejos de Dirección (y los de Caguayo S.A.) en los talleres de El Caguayo pues realmente en las escrituras constaba que nuestra sede quedaba allá. Era más que todo un capricho, ya que no es indispensable que se lleven a cabo en la sede legal, pero tampoco costaba nada complacerlo. Mi verdadera labor como Secretario era tomar las actas: al principio lo hice con el exceso de fidelidad del principiante, luego me limité a escribir los acuerdos hasta que alguien reclamó y regresé a mi abrumador detallismo; digo abrumador porque en aquellas reuniones participaban muchos invitados que hablaban cualquier cosa, y de todo había que dar fe.

No sólo para los Consejos había que subir al taller: era interés de la dirección de Caguayo el que nos compenetrásemos con el lugar. El edificio forma un eje que va de sur a norte y queda detrás de las montañas que circundan la ciudad: Santiago está enclavado al sur. Alrededor de dos kilómetros afuera de la Autopista Nacional: el camino de entrada comienza cruzando la vía frente al sanatorio del sida. De ahí a Santiago son veinte kilómetros. En total, veintidós. Unos veinte minutos de viaje en auto.

El terreno donde está la fundición es llano: el llamado Valle del Cauto, varios metros más alto que la urbe heroica. Eso determina un clima más fresco donde sopla viento y llueve con frecuencia. Para ir y volver hay que poseer vehículo o depender de los del taller; o sea, que uno allá se siente como preso. Ni ese detalle, ni el hecho de levantarse lejos de la carretera me inclinaron hacia el taller enclavado en el campo: soy un bicho de ciudad.

Como hubiese dicho Pío Baroja: el mundo es ansí.

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