Nací en Santiago de Cuba el 12 de octubre de 1946.
Fue sábado, eran las 4 pm y llovía: vine al mundo en el Sanatorio de la Colonia Española –sobre una loma de la calle
Trocha,
sitio emblemático de las fiestas del Carnaval-. Internaron a mi madre en la
habitación Nº1 del pabellón Cuba; apenas la
regresaron de la sala de partos, me colocaron en una cunita que dejaron en el
vano de la ventana; como estaba lloviendo, mamá puso el grito en el cielo. ¡A quién se le ocurre, acabado de venir al
mundo! Así fue cómo respiré por vez primera el aire caliente y lluvioso de
mi ciudad.
Altagracia Oliva Sánchez, mamá, es la segunda o
tercera hija de una familia que se radicó en Cuabitas, cerca de Santiago, en
1901. Comenzó a estudiar Pedagogía en
la Universidad
de La Habana en 1927 pero al cerrarse ese centro poco
antes de la caída del tirano Machado, tuvo que dejar la carrera; luego vinieron
malos tiempos, ella se casó, nació mi hermana enferma, nací yo y sólo en 1953,
ya en la Universidad
de Oriente y conmigo
grandecito, terminó sus estudios. Era una mujer hermosa, modesta y la persona
más recta del mundo. Tiránica nunca, pero muy recta sí.
Incapaz de dejar pasar algo que considerase malo; sería como hacerse cómplice.
Sus convicciones quizá cambiaran cada veinte o veinticinco años, pero mientras
tanto eran más firmes que una roca. Tenía opinión sobre todo y aunque casi
siempre callaba por prudencia, cuando no lo hacía era aplastante. Casó con mi
padre a punto de quedarse para vestir santos; mi hermana Virginia nació al año.
Mamá tuvo un mal parto, atención ordinaria y poca suerte, por lo que Virginia
salió retrasada mental.
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