Fui un niño sano, rosado, gordo. A los nueve meses no se sabía cómo era mi llanto. Lo único que hacía era reír; mamá me llevó al médico. Lo traigo porque el niño no llora. El médico me examinó y me halló bien. Mejor para usted, señora. Aproveche y duerma tranquila. Por fin, cuando me salieron los primeros dientes y me dio fogaje, lloré. Mis padres respiraron.
Mi primer perro se llamaba Tornillito y solamente recuerdo de él que era pequeño y manchado. Mi madre me trajo de La Habana a Motica, una perra spitz blanca hija de King y Mota; también tuve a Pirrín y una docena más. Soy muy perrero. Hoy, como vivo solo, no tengo: temo que se marchen o los roben durante una ausencia mía pues los canes dependen de sus amos mucho más que los felinos. También he tenido gatos: la más notable se llamó Teresa Desquirón. Una confusión de perros y gatos pobló mi niñez: yo los equivocaba, una vez lancé afuera de casa a mi perrito de turno creyendo que era un gato: por supuesto que se quebró una pata y tuve que correr a casa de un veterinario que vivía como a dos kilómetros para que le pusiera un yeso. Sin hablar de perros y gatos mi relato estaría incompleto. Menos a los pajaritos enjaulados, las jicoteas y los monos, amo a todos los animales domésticos “de compañía”.
Mi mundo infantil tuvo varios personajes importantes aparte de mis padres y mi hermana: Bebé, mis primas, primos y el resto de la parentela –una legión-, las sucesivas criadas de mi casa, los vecinos de edades y clases sociales diferentes, mis amiguitos y amiguitas del barrio. Y más tarde los compañeritos del colegio, los maestros y los padres.
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