A pesar de tantos sinsabores, Lulú Dubois no era un hombre amargado. Sinvergüenza de mujeres sí, pero eso no es malo: tuvo una querida que era conductora en una guagua de Gayoso a la cual llamaban La Pelúa. Lulú se metía con La Pelúa en un callejón que quedaba entre el garaje de madera de su casa y el cuarto de criados de la nuestra. Si uno hacía silencio se oía cómo él decía bajito: “¡Abre Pelúa, abre más!” Por lo demás, Lulú Dubois se había quedado viudo de Bebé Sagebién y solamente se dedicaba a sembrar rosas junto a su amigo el capitán Tranquilino Callejas, un viejo flaco de gafas ahumadas, jefe que había sido de la Policía local y que ahora pasaba el retiro entre su domicilio de la calle Calvario y el de Lulú Dubois, en Cuabitas.
Por los años ’40 sobrevino un famoso hecho de sangre: el parricidio de Cristina Sierra. Cristina vivía en San Vicente –un poblado al nordeste de Santiago de Cuba. Era lesbiana pero, aparte de trabajar, lo único que hacía era cuidar al papá y la mamá, ambos ancianos. Por fin la madre falleció, pero quedaba el viejo. Cristina trabajaba de enfermera en el Hospital Antituberculoso “Ambrosio Grillo”, al oeste de Santiago. O sea, que vivía viajando entre la casa y “Grillo”, y cuando no, cuidando al padre: era una buena hija. Como no dejaba de gustarle “lo otro”, tenía su guajirita, pero el papá no quería saber de ese relajo y ella se escondía. Un día el viejo la cogió en el brinco: ella se cegó, mató al anciano, lo picó en pedacitos y lo botó. Pero los perros se encontraron aquello, se armó la tragedia y Cristina tuvo que cumplir en la Cárcel de Mujeres de Guanajay.
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