Sus amigas de Santiago no la olvidaron y siempre
la visitaron en el penal, entre ellas una llamada Luz. A esta Luz la familia la
había expulsado de la casa. Una invertida de Cuabitas se la encontró
llorando por la calle y la recogió: como le hacía falta buscarse algún dinero,
se empleó cuidando a Bebé Sagebién, que ya estaba de muerte con cáncer. Lulú se
sinvergüenzaba con Luz, por eso al morirse Bebé, se casó con la virago –que ocultaba
cuidadosamente su condición.
Cierta joven de Pinar del Río amaba a un vendedor
de marihuana al que ocuparon una cantidad de la yerba: fue a dar a la cárcel y
allí la conoció Cristina. La pinareña se llamaba Juanita y era rubia,
rosada y vigorosa como una nordestina del Brasil. La primera vez que Luz fue a Guanajay, Cristina le presentó a
Juanita: la santiaguera se volvió loca. Por cosas de la vida, a la muchacha le
dieron la libertad condicional: nada más que tenía que presentarse todos los
jueves por la tarde en un puesto de la Guardia Rural y firmar el libro. Luz la trajo para Santiago enseguida. Como en ese
tiempo mi madre buscaba una criada, el mismo Dubois le recomendó a Juanita. Y se colocó en mi casa.
Yo la adoraba, pues tenía la mezcla exacta de
firmeza y suavidad que necesitan los niños. Salía mucho con ella, al Ten Cent, al cine, a pasear en guagua: a
mi siempre me ha gustado andar con gente linda y oírlo comentar. Vestía muy
bien, casi siempre de azul claro. Parecía una princesita. Todos los jueves por
la tarde partía sola, estaba afuera lo más dos horas, y regresaba a casa.
El día que la botaron de mi casa yo me quise
morir. ¿qué habría pasado? Mi papá venía notando que le faltaba dinero de la
billetera y le preguntó a mamá qué ocurría, entonces dejaron cinco pesos sobre
el chiforrober: cuando Juanita le echó mano ya se supo quién era el ladrón. La
botaron instantáneamente y sin decir ni pío. La familia de al lado la recogió y
le dio donde dormir. No nos quisieron hablar más por haber maltratado de esa
forma a una guajirita tan buena: imposible tratar a gente tan degenerada. Eso
decían. Cuando pasaban por frente a casa, viraban la cara. Al cabo de unos meses la metieron a trabajar
en casa del doctor Leal, Fiscal de la Audiencia de
Oriente. Nina, la esposa del doctor, se dio cuenta de que desaparecieron
unas sábanas, pero como uno de los oficios de una buena esposa es evitar los
escándalos, se quedó callada. Comprendió que había sido cosa de Juanita, pero ya la sinvergüenza fallará: esas sábanas estaban completas cuando se
plancharon, después se dejaron en el cuarto de la muchacha y de allí “se
perdieron”. A los poquitos días dio la casualidad de que fue a Cuabitas
Claudio, el hijo del doctor oficial de la Marina
de Guerra. Cuando se
quitó el uniforme, dejó la billetera sobre un armario. Al vestirse de nuevo, la
buscó y no la halló. Se armó tremendo problema con la billetera
de Claudio: los hombres enseguida maliciaron de Juanita; cuando le registraron
el cuarto, hallaron la cartera. La despidieron ipso
facto, la denunciaron a la Guardia
Rural,
y para más remate, hasta las sábanas perdidas le encontraron en el registro.
Bueno, allí fue que se descubrió su historia. La misteriosa diligencia que ella
hacía todos los jueves por las tardes era firmar su libertad condicional en el
libro del Cuartel de Boniato.
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