Tuve un perro enorme llamado Lobo, manso y consentidor como él solo. Lo mismo me montaba en su
lomo que me dejaba halarle los pelos. Jamás gruñó ni mordió: pero mis padres
determinaron que representaba un peligro
y lo regalaron. Precisamente al agente de los Expresos Unidos de Cuba en Contramaestre, por donde pasaba la
Carretera Central.
Aquí debo mezclar dos relatos, el de Lobo y el de
mis frecuentes viajes a La Habana en compañía de mi madre Yo tenía la ilusión
de que el ómnibus que iba a La Habana se
detendría en esa ciudad y entonces yo aprovecharía para visitar a mi querido Lobo. Cuando el Santiago-Habana pasó por Contramaestre, jamás paró, pero minutos después
atravesó Baire. Donde comenzó la Guerra
de Independencia,
etcétera. Y como mi admiración por Chibás había encendido en mi un registro
discursero, empecé a echar una arenga patriótica sobre el Grito de Baire. En la guagua se hizo un silencio sepulcral –a todo
el mundo le hizo gracia- . Hablé el tiempo que me dio la gana. Yo estaba concentrado en mi mundo de
patriotas, caballos y sables desnudos: cuando acabé me aplaudieron a rabiar. Me
dio tanta vergüenza que me ovillé en el regazo de mi madre y me dormí. Paramos
en Holguín a cenar: recuerdo que era un hotel con mamparas de cristal nevado,
patio y un gato criollo, barcino.
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