Abigail era una mujer simpática pero completamente
impredecible: lo mismo se deshacía en cariños que te insultaba a toda voz. Su
“amigo” era un señor de edad apellidado Angulo, al que trataba tiránicamente.
Al menos, esa era mi impresión. Tenían un par de perros spitz blancos como la nieve, Mota y King. Abi era fanática de los perros y construyó un
panteón para cuando murieran -¿dónde
quedaría el cementerio canino de La Habana?-, lo cual ocurrió no mucho después. Su
casita no era grande, pero estaba sobrecargada de bibelots, fotos, cuadritos y
una estufa de mentiras con un bombillo rojo en el sitio del fuego. Entre los
perros, los adornos y las discusiones con Angulo, era un ambiente cualquier
cosa menos sosegado, pero que me encantaba. La historia personal de Abigail es
apasionante, pero como se supone que la estrella de este texto sea yo, tenemos
que dejarla para otra ocasión. Nada, que cuando Mota tuvo perritos, mi madre
cargó con un cachorro dentro de un cajón y le sacó pasaje Habana-Santiago. Se
llamó Motica y la quise mucho.
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