Mi madre estaba encargada de un kiosco: vendía
perros calientes, buñuelos, refrescos –no sé si entonces ya se usaba acompañar
cualquier acto público con bebida. Recuerdo un hombre que pedía potasa para su perro caliente –quería
decir mostaza- y el aguacero furioso que cayó una tarde. Una corriente bajó por
la zanja donde estaba el fogón y lo arrasó todo: el gentío se protegió en los
portales de casa, y como se hizo de noche y seguía lloviendo, invadió el
interior y se sentó en los sillones. Yo estaba aterrado. Años después La Sagrada Familia, de Miguel
Barnet, me
lo recordó.
Alrededor de 1952 me inscribieron en el Colegio de Dolores, de los jesuitas. Yo
tenía matrícula reservada en la Escuela Anexa a la Universidad
de Oriente, donde mi
madre terminaba su carrera de Pedagogía. Me había hecho amigo de una porción de
profesores porque mamá cargaba conmigo los sábados. Herminio Almendros me ponía
a dibujar y a hacer cuentos sobre castillos medievales. Estaba embulladísimo,
pero mi padre quiso que fuese a Dolores porque haría “relaciones”; en otras
palabras, que a la escuela de los jesuítas iba la crema y nata y a la otra, no.
Caí en Primer Grado B. Todos los grados tenían dos
grupos; casualmente, en el grupo A estaban los niños más distinguidos y en el
B, los demás. Yo siempre estuve en grupos B. Mi maestro no era un cura, sino
Renaldo Infante, que después de la Revolución ocupó un importante puesto en la Radio y la TV, cosa justa porque era un joven muy
inteligente que actuaba en obras de teatro y conversaba conmigo, que era sólo
un niño.
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