Hacia diciembre de 1959 se celebró en La Habana el Congreso
Católico Nacional. Como en casa todos teníamos deseos de viajar aunque sólo
fuese a la Capital después de un año tan excitante, no costó trabajo
determinarse a ir. Mamá, papá y yo nos hospedamos en el Hotel Royal Palm, de San
Rafael e Industrias (el de toda la vida). Como primera Navidad después del
triunfo de la revolución de Fidel y en un año de tanto progreso como fue el
’59, todos querían celebrar algo: mi padre, lo mucho que había ganado; mi madre,
ver su hogar próspero, sus hijos crecidos y ella desempañando la carrera por la
que tanto había luchado – ocupaba un cargo provisional de profesora de la
escuela llamada Fundación Alemán. Mis
demás familiares festejaban más o menos lo mismo: su alegría de vivir, la
juventud de mis primos. Por eso determinamos quedarnos a pasarla junto a mi tía
Mimí Desquirón, su esposo Paco Mateo, mis primos Ada y Alfredo y toda la tropa
de parientes lejanos y cercanos que había en la Capital.
Un domingo frío hicimos un recorrido en el auto de Paco: tomamos por
Mariel, Cabañas, San Vicente, el valle de Viñales, la ciudad de Pinar del Río,
y luego regresamos por San Luis, San Cristóbal, Artemisa, etc. Salimos después
de desayunar en el Woolworth’s de
Miramar y pasamos el día en la
carretera. Cruzamos el Valle de San Vicente hasta
llegar al mirador de Viñales: nunca más he regresado a esa belleza. Al volver a
La Habana era de noche: sobre el capó del auto que venía detrás del nuestro habían
amarrado un hermoso venado muerto. Mi tío Paco hizo señas y los del venado se
detuvieron; eran dos, conversaron,
enseguida se hicieron amigos y Paco los invitó a un trago en el
departamento familiar de Miramar. Estaban en la sala: Paco brindó con coñac,
mostró su estuche de pistolas de tiro al blanco, se armó un alboroto y resulta
que los cazadores eran militares revolucionarios. Nos fuimos ya tarde. De
regreso, no recuerdo si por Prado o Infanta vimos la procesión de la Virgen del Cobre –para las solemnidades del Congreso habían traído desde el
santuario de El Cobre la imagen genuina-. Insistí en bajar del taxi: la efigie
iba en una carroza junto al arzobispo de Santiago, monseñor Pérez-Serantes.
Hice bien, pues no asistí a ningún otro acto del evento, ocupado como estaba
por mi intensa vida familiar.
A medida que pasaban los meses, los sucesos arreciaban más y aparecía
bastante claramente la contradicción insalvable entre todo lo que había sido mi
mundo infantil y aquél por el que tanto habíamos orado a la Virgen.
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