Una noche hubo mal tiempo y cerramos la puerta del frente: a pesar de no
estar pegados al mar, las olas salpicaban sobre la madera como cientos de
deditos airados. Otra vez, mis primos y mi padre fueron a cazar cangrejos al
litoral de Sardinero y regresaron con dos sacos llenos. Los colocaron en la
cocina para cocinarlos al día siguiente: durante la madrugada los bichos se
escaparon y nublaron todo el piso desde la sala hasta los cuartos. Caminaban
por dondequiera y trataban de treparse a las camas.
A veces, después de comida, las
empleadas Isa y Mimí –hermanas, comiquísimas y no mucho mayores que yo- nos
íbamos al puesto de helados que quedaba como a seis cuadras: era una aventura
aquel paseo por las calles oscuras, con los sonidos de las olas en la playa y
del viento que arrancaba agujas de araucaria. Isa afirmaba que varias iguanas
de diferentes tallas gustaban de correr tras nosotros: nunca las oí ni las vi.
Ese año no quise saber del carnaval: después de haber bajado a Santiago,
regresé a la playa como pude y me quedé con mi madre. El mes de julio del ’59
en Siboney está entre lo mejor de mi vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario