Por febrero o marzo mi padre enfermó de dolores agudos en el hombro. Hizo
mil tratamientos sin resultado –comenzaban los de ultrasonido-, hasta que
determinó irse a los baños de San Diego, en la provincia de Pinar del Río.
Viajaron mamá y él; se alojaron en el Hotel
Saratoga. Hice que me compraran
tarjetas con fotos de San Diego: el Baño
de la Gallina, la entrada del hotel y otras. Para mi era novedoso vivir sin papá ni
mamá que me dieran órdenes. Claro que para hacerlo se quedaron mis tías, Bebé,
las empleadas. Pero no era lo mismo. A los quince días los echaba tanto de
menos que de sólo recordarlos se me aguaban los ojos. Como al mes regresaron.
Increíblemente rejuvenecidos y mi padre curado. Imagino que, aparte de las
aguas, San Diego fue como otra luna de miel para ellos.
El mes de julio alquilamos una casita en la playa de Siboney. Chiquita, de
techo de hormigón, construida sobre el arrecife y apartada de lo que era
balneario en sí. Pertenecía a unos parientes que no la vivían el año entero:
uno de ellos todavía hoy reside ahí, exactamente detrás del cine al aire libre.
Tiene dos aposentos, sala-comedor, cocina, portal, baño, cuarto de criadas y un
garajito. Pasamos un mes maravilloso. La vivienda fue alquilada con muebles y
todo, pero sin televisor; un vecino nuestro era dueño de una tienda en la
calle Enramadas (Komodidad, con k) y nos prestó
un aparato marca Philips Virginia y
yo compartíamos el primer cuarto; era una litera pegada a la gran ventana del
frente y yo escogí el piso alto. Desde allí
miraba el cielo anaranjado-gris del amanecer, el mar negro y los barcos
azul oscuro con luces rojas y amarillas. Durante toda la madrugada bailaban
sobre el agua los botes de los pescadores con sus faroles.
El jardín delantero era de rocas, pasto seco, adelfas y esas plantas que
almacenan agua. Me impresionó mucho una que florece en verde, con bolsa
arrugada rajada al medio –le decían “bollo’e
vieja”-: al madurar se abre y deja escapar cientos de vilanos que volaban
sobre el arrecife y las olas. Yo correteaba por sobre los cabezos para que al
romper, las olas me mojaran, o me colocaba cerca de unas bocas que conectaban
con el mar para que me cayera arriba el gran géiser que se formaba cada vez que
las llenaba una ola. Aprendí a amar el mar: años después, al vivir frente al
malecón de La Habana, esa dependencia y ese amor se manifestaron. Sólo
mirarlo me cambia: ritmado, entero, nuevo.
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