Nuestra llegada a La Habana coincidió con el Festival de Teatro. Orlando Alomá, el
santiaguero, que era algo así como Secretario de Casa de las Américas –entidad que patrocinaba
el evento- nos facilitó entradas para todos los estrenos. Estuve en el estreno
de La Noche de los Asesinos, de José Triana, en la
Sala Hubert
de Blanck
–el aplauso cerrado duró veintidós minutos-; Unos Hombres y Otros
de Jesús Díaz en la
salita El Sótano, Los Entremeses Japoneses,
que se presentó en Idal –la sala de
Idalberto Delgado cerca del Malecón-, donde me maravillaron las actuaciones Carlos
Ruiz
de la Tejera y del entonces muy joven
Noel Pérez que hacía un criado llamado Taro: Ruiz es un gran actor, no el
payaso que vemos por televisión y Noel
muy orgánico –palabra de moda entonces- y físicamente bonito –no el carretonero
peninsular de hoy día. Vi la versión de Don Juan Tenorio del Teatro de Guiñol con los hermanos Camejo, Armando
Morales,
Ernesto Briel, Luis Brunet, Xiomara Palacios y mi amigo Ulises García: yo ignoraba
que el teatro en versos bien actuado es algo fluido y hermoso. A partir de
entonces he amado esa obra. Otras fueron, La
Pérgola
de las Flores de Idea Vilariño, muy kitsch
pero a la vez sumamente atractiva –si yo fuera director no dudaría en montarla.
Quizá el momento cumbre de esas semanas
fue la Primera Muestra de la
Cultura Cubana, exposición multitemática llevada cabo en
el Pabellón Cuba de La
Rampa
vedadense. Fue bella. Se inauguró una noche de invierno en que el viento norte
soplaba más que nunca. Nos colocamos en medio de las grandes personalidades de
la época –esa habilidad y ese deseo han desaparecido de mi-: Raúl Roa, Regino
Botti Jr. –que entonces iba a todo-,
y la pléyade de escritores y artistas que por estaban en el boom. Sin
olvidar a Muzio, director del Consejo Nacional
de Cultura.
Todos íbamos de saco y corbata: por entonces se usaba vestir así para esas
ocasiones, independientemente del frío que hacía. Había no sólo pinturas y
libros, sino bailarinas –heroicas como siempre- que danzaban a Ochún dentro de
las corrientes de agua que atraviesan el Pabellón.
Fue todo un acontecimiento que aumentó mi fascinación por La
Habana. La
capital cubana es una de las ciudades más bellas y llenas de vivacidad del
mundo; siempre lo ha sido aun en los momentos más desfavorables.
No
sé cuál era mayor, si mi atracción por la
Literatura
o por la propia capital. Nuestras clases iban de 2.45
a
7.30 pm, luego de lo cual frecuentemente nos reuníamos en el bar Las Cañitas
del Hotel Habana Libre.
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