En
aquel tiempo todo era asombrosamente barato. En Las Cañitas un refresco de cola valía diez centavos, y una comida
en la cafetería del propio hotel no pasaba de dos o tres pesos. Disfrutábamos a
morir y éramos muy alegres. Pronto hice muchas amistades, algunas más duraderas
que otras. Meses –y años- después, mi dominio de la vida nocturna habanera
creció: frecuentábamos El Coctel, en la esquina de de 23 y M, donde
cantaba Teresita Fernández, con la cual me unió por
breve tiempo una agradable amistad; el Salón Rojo del Capri donde
cantaba Elena Burke; el Gato Tuerto,
donde todavía actuaba Miriam Acevedo.
Me
gustaba mucho El Gato; recuerdo un camarero silencioso pero de mucho
buen humor al que decían El Mejicano.
Cierta vez fuimos al Gato Lucía Mercedes Lázaro, Rocau y yo; Lucía era
muy gruesa y el asiento donde estaba no la
aguantó. Ni Rocau ni yo logramos reaccionar ante lo súbito de su silla
aplastada. Fue Rine Leal quien la levantó del piso: El Mejicano acudió tan pronto pudo con una gran bandeja en alto
sobre la que acomodó los restos del asiento.
En
realidad yo no me enteré de la noche del
Gato en que Virgilio Piñera dio su famoso recital de poesía. Me lo
perdí. Mantuve durante años la costumbre de asistir a bares del Vedado: El
Club 21 –lleno de bebedores consuetudinarios, La
Red
–ya La Lupe no
estaba, Los
Violines, Olokkú, El Turf, El Escondite de Hernando
–verdadero tugurio que no me gustó por sombrío, parejero y sin gracia, hasta
que me amplié hacia El Parisién del Hotel Nacional con la voz de Marta Strada
–a quien entonces idolatraba-, La Casa de Los Vinos cerca de la estación de
trenes y el Tropicana sólo una vez -demasiado ostentoso y carente de privacidad para mi gusto. Fue mi
época cabaretera. Con los cincuenta pesos mensuales que me giraba mi madre y
los catorce que pagaban en la beca, me sobraba.
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