José Antonio Portuondo casi no impartió
clases: entre un viaje a México que se interpuso y su proverbial nonchalance,
no hubo mucha oportunidad. Santiaguero y conversador como era, no perdía la
oportunidad de relatar la historia de mi familia –lo cual me halagaba
sobremanera, como es de suponer-. El primer día de clases entregó una
bibliografía de su asignatura –Estética-
que cubría varias páginas. Desgraciadamente la he perdido. Era magnífica y lo
mejor que nos dio, aparte de su amenidad tan criolla. La única discusión
académica que recuerdo en su curso ocurrió entre él y un muchacho de Manzanillo
a propósito de la diferencia entre valor y categoría; aquello
duró como dos días y nada quedó en claro. Años más tarde, he leído su polémica
de 1963 con Ambrosio Fornet: ahora comprendo su incapacidad para resolver la
objeción del manzanillero. No hizo examen, sino encargó un trabajo de curso; en
el mío recuerdo haber demostrado que los conceptos de Marx no valían para lo
estético –lo cual ni el más furibundo negaría-: me dio cien puntos.
También recuerdo a Rosario Novoa, la
vieja más llena de vida que he conocido. A Luisa
Campuzano
–mi querida Luisa- profesora de latín
que rompió todos los esquemas de “profesores de Latín” que podría haber en mi
mente. La francesita Olga cuyo apellido y materia no
recuerdo, ligada a la obra de Reinaldo Arenas y casada luego con una loca
matemática –chiquitica igual que ella- que terminó escribiendo horóscopos.
Igual pasó fugazmente por la Escuela Marie-José, una martiniqueña
jovencísima, alta, delgada, de suave
mulatez. Enseñaba Civilización Francesa.
Recién graduada de la Sorbona, confundió a los universitarios habaneros con alumnos de
la Normale-Sup: nunca entendió nuestro
mundo de trabajos voluntarios, guardias, preparaciones combativas, deberes de
limpieza, etc. Ni ella nos soportaba a nosotros ni la soportamos nosotros a
ella, por lo que solicitamos que la despidieran y tuvimos éxito. La
intolerancia de la juventud a veces no tiene límites.
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