Tres fueron los grandes compañeros que
conocí en la Escuela de Letras. El primero,
Ariel Fernández Sargento, de Banes. Muchacho no muy alto, trigueño, bonito con
sus veinte años. De esas personas empeñadas en hacer todo como se espera que
las hagan. No muy original, pero sí laborioso. Tenía no recuerdo cuál responsabilidad
estudiantil. Era novio de Magali Pinzón. Varias veces estuvimos en casa de
Magui, que vivía en la Habana del Este. Ella no era
delgada y tenía granitos en la cara; hablaba deprisa y era muy simpática. Todo
el mundo era amable en aquella casa, donde realmente uno se sentía a gusto. Su
hermano menor, Fernandito, era un niño inteligente y muy afeminado. Recuerdo
que mientras conversábamos, iba recortando figuras de animales en papeles de
colores y luego nos las repartía.
Durante unas vacaciones de Fin de Año le
pedí a Ariel Fernández Sargento que viniera a Cuabitas y se pasara unos días
conmigo. Subimos a la Gran Piedra y nos hicimos fotos
apasionadas, muy dramáticas, con luces de sol poniente.
Roy
Dihigo era de baja estatura, más bien delgado, usaba gafas y era muy sonrosado.
De origen santiaguero, durante los años ’50 perteneció a la Juventud
Socialista. Puede, ya que sus dos padres eran muy
comunistas. Roycito –o Maladói, como le decíamos también- provenía de una
familia de auténticos intelectuales. Su papá había sido profesor de mi madre en
la Universidad de Oriente, y su mamá, Nina
Ariete, fue secretaria de Armando Hart y de Juan Almeida cuando
dirigían la provincia de Oriente en los primeros ’60. No sé cómo la soportaban,
por lo antipática, intolerante y pesada. Ignoro cómo esa familia fue a dar a La
Habana:
imagino que por cuestiones de trabajo.
Maladói había estudiado en la
Universidad Carolina
de Praga,
su materia era la Lingüística. Escribía, y no era mal poeta. Nada malo. Estaba
casado con mi amiga Georgina Yero –Yiyín-, personaje muy especial que merece su
espacio, aunque a la vez era novio de un soldadito muy apuesto llamado
Cristóbal, de color cetrino. A Roy/ Maladói le gustaba llevarnos a comer a
restaurantes, y siempre ordenaba más de lo que apetecía. Le encantaba ver la
mesa llena. Tenía muy buen humor y era una persona elegante. Una noche nos
llevó a comer al Castillo de Jagua,
que entonces quedaba en 23 y G; como era la época navideña el local estaba muy
decorado. Maladói se antojó en llevarse una bola del arbolito. No sé si lo
logró.
Hacia
mediados del ‘66 se llevó a vivir con él a Yiyín: por aquella época yo los
visitaba mucho y recuerdo la tarde que me enteré de la muerte de Ché Guevara
mientras miraba a través de la ventana de su habitación. Luego Yiyín regresó a
Santiago y se entregó a la bebida. En alguna ocasión, tiempo
después, lo visité de nuevo: ahora su cuarto era otro, lo había pintado de
colores chillones y tenía un espejo justo sobre su cama, adosado al falso
techo, con propósitos evidentes. Roy Dihigo solamente se eclipsó –en realidad
no desapareció: se eclipsó- cuando me echaron de la
Universidad. Durante años sólo supe de él por
sus publicaciones, hasta que hace un tiempo estuvimos intercambiando e-mails. era profesor de la Universidad de Hermosillo, en México. Mi amistad con
Roy Dihigo duró mucho. Falleció en 2011.
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