En 1967 comencé a publicar poesía. El
jefe de la página cultural del diario Juventud Rebelde era nuestro compañero de
Escuela Eduardo Morales. Me pidió cosas y publiqué dos pequeños textos. Aquello
me halagó mucho. Claro que se lo debía en buena parte a Maladói Dihigo, quien
era buen amigo de Eduardo. Pero los poemas no eran malos. Más tarde me
invitaron a Varadero, a un selecto evento llamado Encuentro con Rubén Darío.
Nunca había estado allí y nos alojaron en el Hotel Internacional. Roy y yo compartimos habitación aunque
dormimos en el balcón “para escuchar mejor las olas”. El Encuentro… se realizó en la antigua casa del millonario Dupont, que
entonces se llamaba Las Américas. Solamente los invitados, pues repito
que era bien exclusivo: allí conocí a Thiago de Mello, Paco Urondo, Noé Jitrik,
Ulises Estrella y muchísimos otros escritores de Latinoamérica. Estuvimos un
solo día y me impresionó mucho. Los textos publicados, el Encuentro con Darío, y luego una exposición de poemas murales que
hubo en la Escuela
de Letras,
me hicieron sentir un gran intelectual. Esto de los murales va como sigue: uno
debía confeccionar un affiche con un poema original y varias imágenes a
elección. Me quedó bien el mío: mi texto hablaba de un soldado. A una mujer
llamada Lázara Nosequé no le pareció bien. Era la palabra soldado: Lázara dijo que mi texto era algo así como humillante, o
derrotista: quizá como ella nunca se
quitaba la ropa verde olivo, se sintió aludida. Ese tipo de persona
caricaturesca era abundante en aquella época. Lo arrancó y lo llevó a la
Dirección
de la Escuela.
Otra
vez Vicentina Antuña usó su autoridad y se restituyó mi affiche: así se
inauguró mi carrera de “poeta conflictivo”.
Por ese año eran frecuentes los
conversatorios y las mesas redondas, que podían ser en la
Casa
de las Américas o en el propio rectorado de la
Universidad. Yo no me perdía una: me fascinaba la elocuencia de Antón
Arrufat
y los desplantes tan lúcidos de Virgilio Piñera. De ese entonces procede mi
admiración por Virgilio, calvo, perfil de perico y casi siempre con pantalón
gris, camisa clara y paraguas. También Abelardo
Estorino,
Reinaldo González, los diseñadores Umberto
Peña, Raúl Martínez, el joven Darío Mora.
Yo siempre iba con mi amiga Mary que conocía a todo el mundo. De verdad no recuerdo qué se discutía. Todo:
una publicación, un estreno teatral o de cine, un tema puesto por el moderador.
Todo.
Hice una lista con los libros que
supuestamente yo debía leer. Salieron como cincuenta títulos. Entonces me
dediqué a hacerlo. Unos los conseguía en la Biblioteca Nacional, y otros en la
Central
de la
Universidad, en la de la Escuela y hasta en la de la
Casa
de las Américas.
Leía como diez horas diarias. Completé mi lista, hice otra y así me informé no
solamente de obras y autores sino de revistas. Una de las cosas más útiles que
puede hacer un estudiante de Literatura es leer aunque no se lo manden. Más
tarde no hay tiempo. O se puede, pero mucho menos: no tienes tiempo o deseo,
piensas en otra cosa, te falla la vista, no encuentras los libros. En la vida
cada cosa tiene su momento.
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