lunes, 5 de marzo de 2012

Por esta época más o menos se sitúa el affaire de Heberto Padilla y Antón Arrufat. Mi mundo estaba lejos, no tanto por vivir entre dos ciudades, como porque uno y otro eran escritores “hechos” y yo un infeliz estudiante, casi-casi un aficionado. El despido de Ibarra y Yiyín, mi “interdicto” de estudiar en la Universidad de Oriente, la decisión oficial anti-Beatle, la polémica Cabera Infante-Portuondo, la expulsión universitaria de aquel muchacho gay llamado César que conocí tan poco- y dos o tres personas más, la destrucción del libro Lenguaje de Mudos de mi más tarde amigo Delfín Prats –ganador del premio David en el ’68 -, la aversión al pelo largo: aún yo no establecía un vínculo entre todo lo eso y la dinámica de lo que estaba ocurriendo.

A pesar de estar muy lejos de ser allegado suyo, durante los días que Padilla pasó encarcelado sentí miedo. Y luego cuando hizo su mea culpa sentí más. De alguna manera estaba seguro de que el hombre no era nada de lo que se le acusaba (agente de la CIA), y me aterrorizó saber que a cualquiera que “se atreviera” le podía suceder lo mismo. En mi interior, no aguanto el miedo demasiado tiempo. No aguanto mucho cualquier cosa que me impida vivir. Si no puedo contra aquéllo que lo provoca, simplemente lo anulo. Y era confuso, porque también estaba la revista  Verde Olivo y ese señor Pavón, que se firmaba con el nombre de Leopoldo Ávila, con su lenguaje aplastante y autoritario. Pero como mi corazón no estaba junto a los justos que canonizaba Verde Olivo evidentemente yo era lo contrario, lo otro. Quizá por ello simpaticé tanto con los hippies y su empeño en mandarlo todo al carajo.


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