Por esta época más o menos se sitúa el
affaire de Heberto Padilla y Antón Arrufat. Mi mundo estaba lejos, no tanto por
vivir entre dos ciudades, como porque uno y otro eran escritores “hechos” y yo
un infeliz estudiante, casi-casi un aficionado. El despido de Ibarra y Yiyín,
mi “interdicto” de estudiar en la Universidad de Oriente, la decisión oficial
anti-Beatle, la polémica Cabera Infante-Portuondo, la expulsión universitaria
de aquel muchacho gay llamado César que conocí tan poco- y dos o tres personas
más, la destrucción del libro Lenguaje de
Mudos de mi más tarde amigo Delfín Prats –ganador del premio David en el ’68 -, la aversión al pelo
largo: aún yo no establecía un vínculo entre todo lo eso y la dinámica de lo
que estaba ocurriendo.
A pesar de estar muy lejos de ser
allegado suyo, durante los días que Padilla pasó encarcelado sentí miedo. Y
luego cuando hizo su mea culpa sentí
más. De alguna manera estaba seguro de que el hombre no era nada de lo que se
le acusaba (agente de la CIA), y me aterrorizó saber que a cualquiera que “se
atreviera” le podía suceder lo mismo. En mi interior, no aguanto el miedo
demasiado tiempo. No aguanto mucho cualquier cosa que me impida vivir. Si no
puedo contra aquéllo que lo provoca, simplemente lo anulo. Y era confuso,
porque también estaba la revista Verde
Olivo y ese señor Pavón, que se
firmaba con el nombre de Leopoldo Ávila, con su lenguaje aplastante y
autoritario. Pero como mi corazón no estaba junto a los justos que canonizaba Verde
Olivo evidentemente yo era lo contrario, lo otro. Quizá por ello simpaticé
tanto con los hippies y su empeño en
mandarlo todo al carajo.
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