Mi “debut” como epiléptico afectó
bastante mi juventud. Por fin se comprobó que no padecía ningún tumor, sino una
vulgar epilepsia. Ese padecimiento me golpeó con frecuencia; ahora que estoy
viejo ya no, seguramente porque mi vida es muy metódica, apenas bebo y tomo
todas mis medicinas. Decidí pedir un año de licencia en la
Universidad
y me quedé en Cuabitas, lo que profundizó mi intercambio cocal. Para
Nochebuena, Coco se apareció en casa con un marinerito español llamado Pepe
Amor, que era bello. Un ángel. Coco se prendó instantáneamente. Pepe Amor cenó
con nosotros y luego desapreció con su
barco, dejando a mi amigo destrozado. Y todo se olvidó.
Una vez que obtuve el permiso de ausencia
durante un curso, regresé a Santiago. Aquel verano de 1968 fui mucho a la
playa. Íbamos Coco Salas y yo. Coco seguía trabajando en el Guiñol de Santiago, que entonces estaba
en construcción por los propios artistas, pero Coco sencillamente no construía.
Se iba a la playa conmigo. A Siboney. Esa es la playa de mi niñez, por la cual
siento una especial veneración. En mi, está ligada a todo lo que signifique
alegría, belleza, placer, tranquilidad –o ausencia de ella. Además, era y
continúa siendo el sitio de mar más popular de mi ciudad. No es grande ni tiene
arenas blancas, no posee la extensión ni la apertura que hacen famosos a
Varadero o a los litorales del Este de La
Habana. Sin
embargo, es la playa caribeña por excelencia. El sitio a donde todo el mundo va
a tomar sol, a brincar olas, a ver y a que lo vean. Eso. Y a Siboney íbamos. No
voy a ocultar ni la carga de deseo carnal, que trasmite ese entorno, ni la
magia especial que ejerce sobre el que la
frecuenta. Por algo hoy día, que está llena de todo tipo de gente, que
frecuentemente no se puede dar un paso y que reinan la inseguridad en la
transportación o en los mismos enseres que hay que dejar sobre la arena para
darse un chapuzón, no ha disminuido un ápice la afluencia de bañistas. En
ómnibus, en un camión, en lo que sea nos íbamos. Y regresábamos casi al ponerse
el sol. Con los días hicimos amistad con los demás muchachos: a la hora de
regresar, cuando no aparecía el deseado ómnibus, caminábamos por la carretera
con la esperanza de encontrar algún vehículo. Por la zona de Siboney hay canteras
de piedra y arena, y los camiones no eran raros. A veces uno paraba y nos
encaramábamos en él. Recuerdo que una vez, uno de ellos se negaba a recoger a
nadie y Coco le corrió detrás hasta alcanzarlo. Logró subir y cuando el chofer
se percató que había montado alguien y ya el carro llevaba andado un trecho,
sencillamente accionó la volqueta. Coco Salas se aferró a la parte
superior de la cama y movía las piernas como un muñequito, ante la risa de
todos los demás. Por fin el camión se detuvo y Coco se dejó caer. Muy lejos de
disminuirlo ante los otros, la “proeza” lo convirtió en casi un héroe. Es que
nosotros adorábamos a aquellos chicos. Sobre todo Coco, que estaba enamorado de
uno al que llamaba Ponolani en
evocación de cierto personaje de novela. No recuerdo grandes triunfos amatorios
entre ellos. Que en definitiva ocurrieron, aunque al ralenti, tiempo después, cuando todos estaban convencidos de
nuestro carácter fantasioso y más bien soñador. Quizá esto nos abrió unas
puertas.... y nos cerró otras.
Fueron años de sueño. Ese tramo que va
desde finales de los ’60 hasta mediados de los ’70 y quizá más tarde fue muy
proclive a lo espectacular, a lo visual. Estaba como imantado por la
imagen. Sin
querer hacerlo idílico, al menos en nuestro medio el interés monetario era
limitado. Quizá la sociedad cubana vivió una breve época de equilibrio en este
sentido: recuerdo que muy pocas personas comían mal, o no vestían
decorosamente. Lo esencial era la luz, el sol, el aire, la
risa. También ocurre que yo no había cumplido veintidós ni Coco
dieciocho. Fue también la época en que comenzó a hacerse popular la música de
los Beatles. Confieso que al
principio no me gustaban Los Beatles.
Pasaron años hasta que su álbum Sargent Pepper Lonely’s Hart Band me
reconcilió definitivamente con ellos. Se popularizaron a pesar de que estaban
muy mal vistos por la oficialidad cubana y que ninguna estación de radio ni TV
se atrevía a difundirlos. Lo cierto es que la música de los muchachos de
Liverpool estuvo semiprohibida durante años –o prohibida por completo: ese
silencio tan absoluto ante una obra como la de ellos sólo puede llamarse
censura sin el nombre de censura. Los
Beatles, el pelo largo, los
pantalones estrechos, las faldas cortas, los colores vivos: todo lo que no oliera
al tradicionalismo más estricto. En la mayoría de las Escuelas –en la
de Letras no, es la verdad- se medían
las sayas, se revisaban los pantalones y mandaban a pelar a los varones. Y ya
se sabe que estas restricciones al final acarrean un “destape” contraproducente.
1968 también fue el año de la consigna Más
Revolución, que en definitiva consistió en cerrar los bares y prohibir
la venta de licores. Ciertamente por mucho tiempo no hubo cantinas abiertas,
pero en cualquier casa se improvisaba una fiesta y siempre aparecía algún
alcohol para beber. Yo me aficioné al vino, que venía de Bulgaria y Argelia.
Era delicioso.
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