viernes, 2 de marzo de 2012



Mi “debut” como epiléptico afectó bastante mi juventud. Por fin se comprobó que no padecía ningún tumor, sino una vulgar epilepsia. Ese padecimiento me golpeó con frecuencia; ahora que estoy viejo ya no, seguramente porque mi vida es muy metódica, apenas bebo y tomo todas mis medicinas. Decidí pedir un año de licencia en la Universidad y me quedé en Cuabitas, lo que profundizó mi intercambio cocal. Para Nochebuena, Coco se apareció en casa con un marinerito español llamado Pepe Amor, que era bello. Un ángel. Coco se prendó instantáneamente. Pepe Amor cenó con nosotros y luego desapreció con su  barco, dejando a mi amigo destrozado. Y todo se olvidó.

Una vez que obtuve el permiso de ausencia durante un curso, regresé a Santiago. Aquel verano de 1968 fui mucho a la playa. Íbamos Coco Salas y yo. Coco seguía trabajando en el Guiñol de Santiago, que entonces estaba en construcción por los propios artistas, pero Coco sencillamente no construía. Se iba a la playa conmigo. A Siboney. Esa es la playa de mi niñez, por la cual siento una especial veneración. En mi, está ligada a todo lo que signifique alegría, belleza, placer, tranquilidad –o ausencia de ella. Además, era y continúa siendo el sitio de mar más popular de mi ciudad. No es grande ni tiene arenas blancas, no posee la extensión ni la apertura que hacen famosos a Varadero o a los litorales del Este de La Habana. Sin embargo, es la playa caribeña por excelencia. El sitio a donde todo el mundo va a tomar sol, a brincar olas, a ver y a que lo vean. Eso. Y a Siboney íbamos. No voy a ocultar ni la carga de deseo carnal, que trasmite ese entorno, ni la magia especial que ejerce sobre el que la frecuenta. Por algo hoy día, que está llena de todo tipo de gente, que frecuentemente no se puede dar un paso y que reinan la inseguridad en la transportación o en los mismos enseres que hay que dejar sobre la arena para darse un chapuzón, no ha disminuido un ápice la afluencia de bañistas. En ómnibus, en un camión, en lo que sea nos íbamos. Y regresábamos casi al ponerse el sol. Con los días hicimos amistad con los demás muchachos: a la hora de regresar, cuando no aparecía el deseado ómnibus, caminábamos por la carretera con la esperanza de encontrar algún vehículo. Por la zona de Siboney hay canteras de piedra y arena, y los camiones no eran raros. A veces uno paraba y nos encaramábamos en él. Recuerdo que una vez, uno de ellos se negaba a recoger a nadie y Coco le corrió detrás hasta alcanzarlo. Logró subir y cuando el chofer se percató que había montado alguien y ya el carro llevaba andado un trecho, sencillamente accionó la volqueta. Coco Salas se aferró a la parte superior de la cama y movía las piernas como un muñequito, ante la risa de todos los demás. Por fin el camión se detuvo y Coco se dejó caer. Muy lejos de disminuirlo ante los otros, la “proeza” lo convirtió en casi un héroe. Es que nosotros adorábamos a aquellos chicos. Sobre todo Coco, que estaba enamorado de uno al que llamaba Ponolani en evocación de cierto personaje de novela. No recuerdo grandes triunfos amatorios entre ellos. Que en definitiva ocurrieron, aunque al ralenti, tiempo después, cuando todos estaban convencidos de nuestro carácter fantasioso y más bien soñador. Quizá esto nos abrió unas puertas.... y nos cerró otras.  

Fueron años de sueño. Ese tramo que va desde finales de los ’60 hasta mediados de los ’70 y quizá más tarde fue muy proclive a lo espectacular, a lo visual. Estaba como imantado por la imagen. Sin querer hacerlo idílico, al menos en nuestro medio el interés monetario era limitado. Quizá la sociedad cubana vivió una breve época de equilibrio en este sentido: recuerdo que muy pocas personas comían mal, o no vestían decorosamente. Lo esencial era la luz, el sol, el aire, la risa. También ocurre que yo no había cumplido veintidós ni Coco dieciocho. Fue también la época en que comenzó a hacerse popular la música de los Beatles. Confieso que al principio no me gustaban Los Beatles. Pasaron años hasta que su álbum Sargent Pepper Lonely’s Hart Band me reconcilió definitivamente con ellos. Se popularizaron a pesar de que estaban muy mal vistos por la oficialidad cubana y que ninguna estación de radio ni TV se atrevía a difundirlos. Lo cierto es que la música de los muchachos de Liverpool estuvo semiprohibida durante años –o prohibida por completo: ese silencio tan absoluto ante una obra como la de ellos sólo puede llamarse censura sin el nombre de censura. Los Beatles, el pelo largo, los pantalones estrechos, las faldas cortas, los colores vivos: todo lo que no oliera al tradicionalismo más estricto. En la mayoría de las Escuelas –en la de Letras no, es la verdad- se medían las sayas, se revisaban los pantalones y mandaban a pelar a los varones. Y ya se sabe que estas restricciones al final acarrean un “destape” contraproducente. 1968 también fue el año de la consigna Más Revolución, que en definitiva consistió en cerrar los bares y prohibir la venta de licores. Ciertamente por mucho tiempo no hubo cantinas abiertas, pero en cualquier casa se improvisaba una fiesta y siempre aparecía algún alcohol para beber. Yo me aficioné al vino, que venía de Bulgaria y Argelia. Era delicioso. 

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