jueves, 1 de marzo de 2012


En los primeros meses del año siguiente Victor Casaus y Jorge Fuentes armaron un grupo teatral en la Escuela y presentaron un espectáculo llamado Viet Nam por ejemplo. Por supuesto que me enrolé. La música era de Silvio Rodríguez, la dirección de Helmo Hernández hijo y la producción de un mulato de apellido Permuy. Los ensayos coincidieron con los exámenes finales y yo estaba agotado con ambas cosas. Mi personaje era un teórico marxista que lustraba unas sillas mientras silbaba La Internacional. El estreno se produjo en la sala del Retiro Médico. Dimos varias funciones, y en una de ellas un individuo disparó al aire varias veces con el consecuente alboroto. Luego dimos una función en la Sala Arlequín, después de la cual hicimos un taller con el público. Viet Nam... fue un éxito que me dejó físicamente hecho tierra.
Apenas acabé con la obra, vine a Santiago. Una tarde salí al portal de casa con un mango maduro y un cuchillo en la mano. Tuve mi primer ataque de epilepsia. Caí al suelo, rompí la tela metálica de la puerta auxiliar y quedé con la mitad del cuerpo afuera, colgando hacia adentro la cabeza del marco de madera; por ello, cuando me hallaron tenía la cara azul y parecía que me habían agredido. Por fin me llevaron al hospital y allí tuve otro ataque, etcétera. Me hicieron mil pruebas porque pensaban que se debía a un tumor o alguna lesión en el cerebro. No  se recordaba a nadie de la familia con ese mal.

Ahora pienso que puede ser consecuencia del gran golpe en la cabeza que recibí cuando era niño, durante la Fiesta de la Hipomea. Los análisis se llevan su tiempo, y como no presenté otros síntomas, regresé a Cuabitas.

La tarde anterior mi amigo Raúl Ibarra había presentado en casa a una persona cuya amistad ha resultado importante para mi: Roger (Coco) Salas. Flaco, feo, con gafas y granitos en la cara, es un ser lleno de energía, inteligencia, talento e imaginación. Por aquel tiempo trabajaba como escenógrafo y diseñador del Teatro de Guiñol de Santiago. También pintaba y escribía. Es muy buen poeta. De hecho aún conservo en mi habitación un óleo abstracto suyo. Nuestra primera conversación derivó en una discusión encarnizada sobre Guillermo Cabrera Infante, que acababa de asilarse en Londres. Coco lo defendía y yo lo atacaba. Siempre ha admirado mucho a Cabrera. Pasamos horas en aquel estira y encoge; al día siguiente, al saber de mi ataque, creyó que se debía a mi encabronamiento. Nada más lejos de la verdad. Lo cierto es que Coco se convirtió en el brazo derecho de mi madre en eso de conseguirme medicinas y alimentos –para las madres la sobrealimentación es otra medicina-. Nunca más volvimos a discutir, al menos no por Cabrera Infante. Aparte de su imagen física tan llamativa, entonces se vestía –y aún lo sigue haciendo- con toda la extravagancia posible. Sé que muchas personas y por muchas razones, no opinan bien de Coco. No les quito razón porque es muy temperamental, pero tiene un gran corazón. A lo mejor somos tan amigos porque siempre hemos vivido lejos uno del otro. Coco aparecería de tiempo en tiempo a lo largo de mi vida: es uno de mis amigos de siempre. Amigote, colega, cómplice, de todo un poco. Todo y sólo eso, porque como le dije una vez, caimán no come caimán.

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