En los primeros meses del año siguiente
Victor Casaus y Jorge Fuentes armaron un grupo teatral en la
Escuela y presentaron un espectáculo
llamado Viet Nam por ejemplo. Por supuesto que me enrolé. La música
era de Silvio Rodríguez, la dirección de Helmo
Hernández hijo y la producción de un mulato de apellido Permuy. Los ensayos
coincidieron con los exámenes finales y yo estaba agotado con ambas cosas. Mi
personaje era un teórico marxista que lustraba unas sillas mientras silbaba La
Internacional. El estreno se produjo en la
sala del Retiro Médico. Dimos varias funciones, y en una de ellas un
individuo disparó al aire varias veces con el consecuente alboroto. Luego dimos
una función en la Sala Arlequín, después de la cual hicimos un taller
con el público. Viet Nam... fue un éxito que me dejó físicamente hecho tierra.
Apenas acabé con la obra, vine a
Santiago. Una tarde salí al portal de casa con un mango maduro y un cuchillo en
la mano. Tuve mi primer ataque de
epilepsia. Caí al suelo, rompí la tela metálica de la puerta auxiliar y quedé
con la mitad del cuerpo afuera, colgando hacia adentro la cabeza del marco de
madera; por ello, cuando me hallaron tenía la cara azul y parecía que me habían
agredido. Por fin me llevaron al hospital y allí tuve otro ataque, etcétera. Me
hicieron mil pruebas porque pensaban que se debía a un tumor o alguna lesión en
el cerebro. No se recordaba a nadie de la
familia con ese mal.
Ahora pienso que puede ser consecuencia
del gran golpe en la cabeza que recibí cuando era niño, durante la
Fiesta
de la Hipomea. Los análisis se llevan su
tiempo, y como no presenté otros síntomas, regresé a Cuabitas.
La tarde anterior mi amigo Raúl Ibarra
había presentado en casa a una persona cuya amistad ha resultado importante
para mi: Roger (Coco) Salas. Flaco, feo, con gafas y granitos en la cara, es un
ser lleno de energía, inteligencia, talento e imaginación. Por aquel tiempo
trabajaba como escenógrafo y diseñador del Teatro
de Guiñol de Santiago. También pintaba y escribía. Es muy buen poeta. De
hecho aún conservo en mi habitación un óleo abstracto suyo. Nuestra primera
conversación derivó en una discusión encarnizada sobre Guillermo Cabrera
Infante, que acababa de asilarse en Londres. Coco lo defendía y yo lo atacaba.
Siempre ha admirado mucho a Cabrera. Pasamos horas en aquel estira y encoge; al
día siguiente, al saber de mi ataque, creyó que se debía a mi encabronamiento.
Nada más lejos de la verdad. Lo cierto es que Coco se
convirtió en el brazo derecho de mi madre en eso de conseguirme medicinas y
alimentos –para las madres la sobrealimentación es otra medicina-. Nunca más
volvimos a discutir, al menos no por Cabrera Infante. Aparte de su imagen
física tan llamativa, entonces se vestía –y aún lo sigue haciendo- con toda la
extravagancia posible. Sé que muchas personas y por muchas razones, no opinan
bien de Coco. No les quito razón porque es muy temperamental, pero tiene un
gran corazón. A lo mejor somos tan amigos porque siempre hemos vivido lejos uno
del otro. Coco aparecería de tiempo en tiempo a lo largo de mi vida: es uno de
mis amigos de siempre. Amigote, colega, cómplice, de todo un poco. Todo y sólo
eso, porque como le dije una vez,
caimán no come caimán.
No hay comentarios:
Publicar un comentario