Nuestro campamento estaba situado al pie de la Loma. en la cima, los alumnos de Ingeniería abrían hoyos en el dienteperro para sembrar café(!). Enormes camiones subían y bajaban casi todo el día, levantando nubes de polvo amarillo que luego se diseminaba y asentaba lentamente sobre nosotros. Las dos cosas que me resultaron más penosas de mi estancia en la Loma de Cunagua fueron los servicios sanitarios y la falta de electricidad. No había servicios: cavados en la tierra, eran algo así como huecos sobre los que tenías que acuclillarte. Un joven de apellido Zamorano, muy ducho en el juego de la trivia y especialmente conversador, había improvisado con horquetas algo como un asiento que le permitía un riesgoso confort. Imaginar lo que ocurriría si se rompían me impidió utilizarlas.
Por las noches nos alumbrábamos con faroles. En la oscuridad todo perdía su forma y jamás logré orientarme en aquel bosque de literas. Lo único bueno de ello, fue que entre Wichi Nogueras y Jorge Fuentes inventaron un serial, imitando a la radio: se llamaba El caso del negro de los zapatos tenis. Narraba una serie de violaciones y asesinatos supuestamente ocurridos a diario allí mismo. Las huellas de las suelas y su profundidad evidenciaban que el autor era un negro corpulento. Pero no se sabía quién. El serial duró los treinticinco días que estuvimos allí y no sé en qué acabó. Jamás he oído algo más cómico.
El otro trabajo que hacíamos era sembrar posturas de café en bolsitas de polietileno. Más arriba las enumeré sin más explicación. De hecho a mi grupo le tocaba llenar de tierra las bolsitas. Había normas, o sea que en un día no se debían llenar menos de equis saquitos. Jamás alcancé la norma. En una reunión me increparon duramente por ello: mientras mis compañeros guardaban silencio, un joven profesor francés llamado Alain Sabatier tomó mi defensa, explicó que cada quien tenía su ritmo y que yo trabajaba todo el tiempo, igual que los más aventajados, sólo que a mi ritmo. Gracias, Alain.
La noche anterior al regreso nadie durmió. Lo impidieron el escándalo, las congas repiqueteadas con latas vacías y los continuos y disparatados discursos. Nadie salió herido, ni siquiera golpeado –se trataba de violencia acústica no más-, pero yo creí morir. Creo ser demasiado sensible a los ruidos y los malos olores: una voz alta y sorpresiva o la fetidez de un corral en la noche me sacan de mis casillas.
Regresamos pasando por el pueblo de Morón, en Ciego de Ávila: allí nos dividimos: los de Oriente y Camagüey a la izquierda, los demás a la derecha. Otra aventura universitaria más que terminaba en vacaciones a destiempo, como todas las de aquellos años.
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