Una noche que invitamos a la profesora Luz Merino al restaurante Potin conocí a Roberto. Con ella íbamos el negro Julián, Carlos Victoria, Rogelio Quintana, Iván Pérez Carrión, Roberto -Robert Chichi- y yo. Sentado al lado del muchacho en la mesa circular la conexión inmediata.
Era un chico trigueño, delgado, más alto que yo, caminaba como dando saltitos. Imagino que yo le llevaba seis o siete años; es decir, que para esa época él era un adolescente de dieciséis ó diecisiete, y yo un joven de veintitrés ó veinticuatro. Su mamá procedía de Pilón de Manzanillo y se llamaba Migdalia: una guajira “china”, ya no jovencita, pero que se conservaba y alardeaba de su cuerpo y sus buenas condiciones. De alguna manera, Migdalia estaba ligada a esa corte de vecinas piloneras que rodearon a Celia Sánchez y vivían todas juntas —menos ella- en la cerrada cuadra de 11 entre 10 y 12.– Aparte de Roberto, había una hermanita suya que estaba becada. Recuerdo que muchos sábados al medio día yo iba con él a alcanzarla en la parada de la Playa, que era la última de las rutas 64, 32 y creo que 132. Los Roberto vivían en un apartamento en 19 entre E y F. Era un segundo nivel.
Todas las mañanas como a las 11, el muchacho me buscaba en mi albergue Luego yo me bañaba y almorzaba para ir a la Escuela. Otras veces, era yo el que pasaba por su apartamento, cerca de las 1 pm, comía algo que me daba Migdalia y seguía viaje. Después de clases me gustaba pasar por su casa: en ese caso comía y seguíamos los dos. Recuerdo que la madre servía una buena porción para Roberto y a mi me daba un poquitico, pero como no me parecía justo de otra forma, no protestaba. Parece que Roberto era de la misma opinión, pues jamás hizo ademán de mejorar mi ración. Él y yo salíamos mucho: al teatro, al cine, a beber, a restaurantes, a exposiciones, a conciertos, a oir música, al Carmelo: siempre o casi siempre a sitios públicos.
Es cierto que la época y el lugar se prestaban mucho para vivir de ese modo: si algo caracterizó a los años y al tipo de gente que me rodeaba fue esa vida gregaria, pública, de teatralidad y espectacularidad. Como buen adolescente del Vedado, Robertico jamás hizo el ridículo. En verdad, no era especialmente bonito, pero como poseía gracia y gusto por el trato ajeno, siempre daba la respuesta adecuada. Podía acompañarte a cualquier sitio y nunca se sentiría aburrido ni diría una estupidez. Ése era su mundo y él lo sabía, lo admiraba y se esforzaba para mantenerse a su altura. Sin embargo, era una persona muy atractiva: mucho más que la belleza física, en ese tiempo se apreciaba la gracia y la agilidad mental. Roberto era una especie de mezcla de atracción con gracia.
Roberto me encontró agradable y una noche por semana acostumbrábamos ir al night club Olokkú: entonces todo era muy barato, una borrachera -entre los dos- no costaba más de doce ó catorce pesos; después yo lo acompañaba hasta su casa. Resulta claro que el peso de mis nueve años de educación jesuítica siempre se ha hecho sentir: nunca he sido medianamente desenvuelto. Pero presiento que él tampoco: los varones bien dotados no pierden oportunidad de hacerlo, aunque a mi eso no me importaba demasiado: a veces uno excusa cualquier reticencia, aunque no la olvide.
Él era el muchacho que habría querido se yo. Ha sido siempre lo mismo. Sonará tonto, pero de ese modo funcionaba. Durante meses me sentí feliz. Sin embargo, alguien lo entorpecía: un chico extraño, vagabundo y de vida libre –por no decir otra cosa- conocido por Loquillo. Se llamaba Jorge, pero nadie le decía su nombre, y dudo de que muchos lo sepan. Él nunca aprobó tanto acercamiento de Roberto a mí, por eso hizo cuanto pudo -hasta que lo logró- para que aquella relación llegase a su fin.
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