Bijol era un muchacho pelirrojo y agradable. Carlos y yo buscamos acercarnos a él y tuvimos éxito. Bajo la marquesina del Yara, las luces brillando en su cabellera de fuego, Bijol se transfiguraba. Varias veces lo llevamos al cine y al teatro. Realmente nunca ocurrió mada material, pero el señor que lo protegía tomó cartas en el asunto. No recuerdo cómo se llamaba: era una persona mayor de conversación muy amena. Una noche se apareció en el Yara y nos invitó a Carlos y a mi a almorzar a su casa. En su pequeño apartamento lleno de libros, fotos y affiches, una máquina de escribir señalaba el sitio dedicado a la educación de Bijol, quien ya era casi mecanógrafo gracias a sus desvelos, le había buscado métodos y vigilaba estrechamente la práctica cotidiana.
Aquel medio día, el amigo del pelirrojo hizo gala de sus mejores armas: sabía narrar maravillosamente y tenía cierta inclinación a la teoría. Acabó conmigo al mostrar las espectaculares fotografías de las farras que compartió con Marlon Brando durante su visita a La Habana en 1956. Carlos fue muy sensible a cierto manifiesto teatral escrito por aquel señor: ahora me dice que, como yo lo consideré naïf -así, en francés-, debe ser cierto. Por supuesto que la operación dio resultados: Carlos y yo amamos al viejo señor y abandonamos a Bijol. Es una lástima que perdiéramos la huella del pelirrojo y su protector: eran figuras agradables que me hubiera gustado conservar, aunque imagino que el valedor no tendría interés alguno en propiciar nuestra entrada a causa de su valido. El pastel, pa’ mi solo. Cada cual defiende como puede lo que juzga su amor.
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