miércoles, 6 de junio de 2012

A fines de 1970, el día antes de comenzar el Festival de la Canción de Varadero, Carlos Victoria y yo fuimos a comer a casa de Juan E.: en la radio sonaba el programa Nocturno y sirvió potaje de frijoles negros; Carlos planeaba partir al día siguiente pues actuaría el grupo Los Ángeles. En ese instante me dio un ataque de epilepsia. 




AQUEL ERA UN MUNDO AL QUE PERTENECÍAN Robertico, Carlos Victoria y Rogelio Quintana. Pero yo no. Yo era un amigo, andaba con ellos, salía con ellos. Pero no era uno de ellos. Ni de la Onda, ni hippy. Quizá en un momento me sentí de la Onda, pero en realidad no lo era. Si se piensa bien, la Onda tenía base popular: sus gustos y actitudes eran populares. Yo, ni lo era ni lo soy. No es que no quiera o no me guste: no lo soy, y ya. Una noche estaba sentado en el muro que hay en la calle Línea llegando a la esquina de Paseo cuando pasó El Doctor -el doctor Argüello era un gay viejo siempre vestido de saco y corbata: tenía muchos amigos de la Onda; su padre había sido vicepresidente de la República; seguía habitando la residencia familiar de Paseo casi esquina a Línea-. Me miró y dijo “¿Y qué tú haces aquí?”.

Hoy día  aquel mundo ya no existe: ha habido gente distinta como los rockeros, los frikis, etc, pero hippies no. No tienen nada que ver con el mundo super metalizado de ahora: algo tan emotivo y desmandado me hace pensar que más que un grupo fueron un montón de individuos.

Desy Domínguez vivía en el reparto Cubanacán -el antiguo Biltmore, que es un barrio más elegante de La Habana- en una gran casa de los años ’50 que da a un hermoso lawn. Estudiaba Física y luego fue un conocido ajedrecista: corporalmente era una mezcla de Harpo + Groucho Marx. Fanático de la música pop, su padre, que vivía en Nueva York, le mandaba los álbumes de las grandes estrellas recién salidos mediante el personal de la embajada canadiense -que quedaba junto a su casa-: Jefferson Airplane, Janis Joplin, los Beatles. De esa manera escuché, a los catorce días de salir al mercado, los famosos Àlbumes dobles y el Sargent Pepper; los musicales Jesuschrist Superstar, Evita, y otros. A casa de Desy no iba todo el mundo: sólo trovadores, muchachos de la Onda  más bien intelectuales, etc. Allí se escuchaba música, se bebía -generalmente whisky- y después de estar borrachos alguno(a)s hacían el sexo o discutían  de temas filosóficos. Una sesión en casa de Desy, frecuentemente terminaba al amanecer: salía el sol y yo regresaba a pie hasta mi beca -llevaba un pulóver azul oscuro y una cadena de la que colgaba un diente de tiburón. Por aquel tiempo caminábamos mucho, hacíamos largos paseos nocturnos de ida y regreso desde 12 y Malecón hasta la Habana Vieja discutiendo libros, películas, relatando amoríos.

En realidad la política apenas ocupaba sitio en nuestras conversaciones: quizá un instante para relatar un hecho o una ley. No había gente pro ni contra; sencillamente la política no existía. Creo que el franco rechazo que sentía el Régimen por la Onda se debía a eso mismo: a que lo ignoraba. Las razones que esgrimió para combatirla eran consecuencia de realidades más profundas. La “vagancia”, las “desviaciones” y las extravagancias atribuidas a la Onda, en realidad expresaban la brecha existente entre lo que esa juventud esperaba y lo que el régimen era capaz de dar. La Onda ignoraba al Régimen porque lo sabía incapaz de responderle.



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