viernes, 10 de agosto de 2012
Comencé a construir en mi ciudad una imitación de lo que ya había vivido en La Habana. Rancho Club es un sitio nocturno de los años ’40 desde cuya terraza puede verse toda mi ciudad: la cocina del Rancho es célebre. Allí me iba los sábados por la noche; es hermoso y no queda lejos de casa. Con diez pesos podía pasar una noche agradable. Verdad que ganaba poco, pero para aquellos años de precios bajos y sin muchas responsabilidades, me alcanzaba.
Luisón el de la bloquera se hizo novio de Mañiño Ruiz, el biólogo. Formaban una pareja rara en la que yo actuaba como una especie de facilitador del diálogo; en correspondencia, ellos me garantizaban el cabaret del sábado. Mañiño era un muchacho frágil y complicado, que necesitaba conversar mucho. También era inteligente, pero el amor acaba con todo. A veces me lo encontraba en el Parque Céspedes: él insistía en hablar mientras paseábamos. Hablaba tan bajito que no lo oía bien y le pedía que alzara la voz pues era de esas personas que tan pronto gritan, como susurran. Una noche me contaba algo que terminaba con las palabras porque soy homosexual. Se hizo un silencio súbito, todo se oyó en aquel escandaloso espacio urbasno y el relato trunco resonó como un takel, mane, fares: todo el mundo volvió la cabeza. Varios ancianos sentados en bancos quedaron lívidos. Mañiño trató de aparentar naturalidad.
A veces los de la bloquera nos encontrábamos por la calle. Sumidos en un laboreo tan depresivo y polvoriento, éramos los más alegres, elegantes y con swing. Nos gustaban los bancos del Bulevar. Haroldo -el que le celebró el cumpleaños a Alexis- bajaba al parque con su figura leve y empolvada haciéndose seguir de Estrada, un chico angélico de ojos castaños al que yo conocía de vista desde la Catedral. En aquella época los maricones de la ciudad gustaban de exhibir a sus amantes: las locas competían a ver quién tenía el jebo más bonito y mejor vestido. Estrada rankeaba en la cima. Hablaba y bromeaba con todo el mundo, menos conmigo. Aquello me extrañaba muchísimo porque, además de simpático, es un chico del que emana mucha fuerza. Por su parte, Haroldo era –y es, que no se ha muerto- un manantial inagotable de historias y expresiones gays. Una noche, ya tarde, yo estaba solo en el Parque Céspedes y Estrada pasaba por la acera de la galería Oriente. Me pareció que hizo un gesto y lo miré con intención. Sí, hizo un gesto. Lo seguí hasta el bar que estaba al doblar. Nos bebimos dos tragos.
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