miércoles, 8 de agosto de 2012
EN LAS SEMANAS SIGUIENTES ME DEDIQUÉ OTRA VEZ A BUSCAR TRABAJO. Como venía de estudiar Arquitectura y años atrás me había graduado en la academia de dibujo del edificio Botta –el mismo que quemaron en 1964, el del Teatro Aguilera - me ofrecí como dibujante. En una empresa de ingeniería no me quisieron y en los demás sitios tampoco. Por fin hallé un “organismo” llamado Materiales de Construcción con una pequeña fábrica de bloques de hormigón. Me contrataron para llevar la vinculación, que es una modalidad de pago a los operarios que no solamente depende de tiempo y salario del puesto, sino también de la tarea realizada; como es lógico, no todos ganan lo mismo y es evidente que hacen falta controles individuales para calcular el salario. Aquí entré yo.
Más que fábrica, aquello era un cobertizo con tres máquinas antiguas, dos mezcladoras, dos montacargas y una explanada para apilar en anchos murallones los bloques listos. Las rastras y los camiones entraban a comprar bajo un sol santiaguero de candela.
La bloquera compartía su ubicación con dos fábricas pequeñas más: una de tubos de alcantarillado y otra de losas hidráulicas para piso –de las que en Cuba llamamos mosaicos. Como a trescientos metros había otra bastante moderna, de baldosas de granito. La razón de reunirlas es que existe una cantera muy cerca. Los cerros que encierran a Santiago hacia el oeste son de una piedra gris verdosa muy buena para la construcción. La pequeña comarca se llama Los Guaos y queda sobre el Camino Viejo de El Cobre que es el que se utilizaba para salir de Santiago de Cuba hacia occidente antes de construirse la Carretera Central. No llegaban las guaguas: uno se bajaba en la última parada –Marimón- caminaba unos metros y hacía señas a los camiones que iban hacia la cantera, hasta que uno de ellos paraba. En pocos minutos estabas en Los Guaos. No resulta lejos, y claro, yo era joven, pero el sol, las lomas y el polvo hacen penoso el trayecto. Para regresar era el mismo ritual a la inversa: pedir por señas. Desde Los Guaos no se ve la ciudad, que queda detrás de un cerrito; sin embargo hay un arroyo, grandes árboles de mango y mucha brisa. A pesar del polvo, el ambiente de Los Guaos auspicia lo sensual.
En la bloquera ya había un muchacho que se encargaba de la vinculación, pero lo llamó el Servicio Militar y era imposible dejar sin cobro a la gente. Diego, se llamaba. Era un mulatico espigado muy pulido y abiertamente gay. El otro empleado era Luisón, bajito, trabado, con su cara ancha, gafas de armadura gruesa y enormes bigotes. Era como el centro de gravedad. Se dedicaba a contar la producción, calcular los insumos, hacer los vales de venta y llevar la asistencia. En realidad él me daba los datos para hacer mi trabajo. Por eso actuaba como jefe, pero como era tan chistoso y sentimental, a nadie le molestaba. El administrador era un mulato grande, mucho mayor que nosotros, constructor veterano y con una filosofía práctica cuyo primer postulado era confiar ciegamente en nosotros a la vez que nos mantenía apartados de cualquier decisión que considerara importante. Los días que le faltaban a Diego, los dedicó a aleccionarme sobre cómo hacer mi trabajo con la menor cantidad de esfuerzo, hasta qué punto mantener a raya a los varones, etc. Hablaba en clave con los choferes, se deslizaba entre las maquinarias sin ensuciarse, le pedía la bendición al anciano que regaba los bloques hechos, cruzaba miradas y sonrisas con los del montacargas, en fin. Tú nunca serás como yo; ahora bien, con la suerte de impunidad que engendran los empleos tan remotos y poco deseados, tampoco tendrás problemas –era su mensaje.
La bloquera era otra dimensión que bullía de gente sin prejuicios. Eso decían Luisón y Diego, aunque lo cierto es que también abundaban los desdentados, rotosos, borrachos y locos. Parecía un penal: los hombres se galanteaban o caían a palos unos a otros. En realidad lo que se respiraba era pura contravención. En una ocasión un mosaísta (operario de la fábrica de mosaicos) se burló de otro y por ello murió de un machetazo. Maricones viejos había varios, con su mezcla de tosquedad, coquetería y desengaño.
En realidad, aquello en sí no me dolía, aunque íntimamente me daba cuenta de que el tiempo pasaba y los que estuvieron conmigo en Letras me iban dejando atrás. Yo gastaba mi juventud en aquel tarantín semicarcelario a las puertas de Santiago de Cuba, mientras, por mediocres que hayan sido, los demás hacían postgrados, obtenían títulos, trabajaban en lo que amaban y hasta viajaban al extranjero.
En aquella época ganaba ciento dieciocho pesos. Cuando se hizo evidente que yo era yo -inteligente pero sin habilidades callejeras- me sentí más aliviado: ya se sabía qué esperar.
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