Y vuelvo a Santiago. La madre de Ibarra enfermó gravemente. Un accidente cerebral la dejó inválida. Como Raúl no podía salir y las visitas entretenían a la enferma y al hijo, las noches de sábado transcurrían agradablemente. Ibarra sufrió mucho el encierro: además de escribir, tenía que hacer todo lo de la casa –en esa época era casi imposible encontrar una auxiliar -, ir al mercado y atender a la madre desde los medicamentos y el baño. Tuvo poca ayuda. Yo solamente iba a conversar y beber, por lo que es fácil entender que no le fui de utilidad. Recuerdo que no paraba de autocompadecerme y protestar por el atropello que sufría. De mi al menos no recibió ayuda. Imagino que muchas otras cosas acabaron por lastimar su carácter, que se volvió hosco. Como ven, en todo hay tantas causas que no nos corresponde juzgar.
Encontré una empresa dispuesta a contratarme como dibujante: más salario y mucho mejores condiciones de trabajo. En aquel tiempo, pasarse de un empleo a otro era complicado y se necesitaba varias autorizaciones –había que decir por qué lo hacías y dónde trabajarías. Después de tener la oferta por escrito, debías entrevistarse con tu Jefe de Personal de tu empresa originaria para explicarle tu intención y que la autorizara con su firma. Cuando lo hice, me ofreció ese mismo empleo, con aumento de sueldo y mejores condiciones. Así no me cambiaría de empresa, sino de puesto dentro de la misma.
Primero fui dibujante de taller. Parecido a un médico de guardia. Si de pronto se rompe un eje, un buje, un engrane, debes hacer el croquis con todos los detalles necesarios para que el tornero o fresador lo fabriquen al momento con el material, tolerancias y terminaciones adecuadas. Debes saber lo que haces: hay errores y errores. Ningún operario perdona el disparate. Al comienzo es engorroso, pero después ya sabes cuáles son las piezas más sensibles y has guardado los mejores croquis para reutilizarlos. Te vuelves un gurú.
Por supuesto que era muy distinto a la bloquera: ganaba más, era más importante, el taller tenía transporte propio y comedor. También quedaba en Los Guaos y el ambiente era poderosamente politizado y homofóbico. Un mundo opaco, ordenado y tradicional pero palpitante y cálido: casi todos los operarios tenían un diploma, mujer e hijos. Mi compañero de gabinete se llamaba Landa, un joven delgado y taciturno pero amable. Estudiaba ingeniería de noche y, aparte de la esposa, tenía una amante más vieja: a veces esa señora iba a verlo al taller. Él me contaba que la amante sólo exigía respeto: imagino que ella le daría dinero y él no querría confesarlo.
Ya era 1976 y se constituyó el Ministerio de Educación Superior, para la enseñanza universitaria. Fue entonces que tuve la idea de poner una reclamación por las expulsiones anteriores. Lo hice. Contestó a mi escrito el abogado del Ministerio. El proceso llevó como dos años. Como se tomaban su tiempo, varias veces escribí y me presenté en la oficina del Ministerio. Por fin recibí un telegrama de que el resultado estaba ya en manos de la Universidad de Oriente. Pargas ya no trabajaba en la Secretaría y me informaron oralmente que, aunque la expulsión de Letras se mantenía, me permitían acabar Arquitectura, en cursos nocturnos -eso sí. Nunca me dieron la conclusión por escrito aunque la reclamé.
Era un resultado parcial, que en términos jurídicos equivalía a una victoria. Los orientales no estaban conformes con el fallo, pero tampoco lo podían desacatar. Se negaron a entregarme la constancia y, sabiéndose en baja, fueron hasta mi taller para que el núcleo del Partido me negara su aval. La Universidad de Oriente no podía negarse a tenerme de alumno, pero mi centro de trabajo sí impedirme matricular, rehusándome su aval. Cuando protesté, mis jefes del taller se comprometieron a no hacer lo mismo el próximo curso, si yo mantenía mi “buena actitud”. Así perdí otro año más. La autora de la “diligencia” fue una profesora de marxismo llamada Alisa, como la esposa de André Gide: ella estudió Ciencias Políticas en La Habana y vivía en 3ra y F, el mismo albergue de becados que yo. Al siguiente curso, el taller no volvió a negarse.
Era el curso nocturno de cuarto año de Arquitectura y habían ocurrido varios cambios en el curriculum; es decir, que debía cursar asignaturas supuestamente ya aprobadas –pero que antes se estudiaban en otro momento de la carrera. Me puse al día con algún esfuerzo. El ambiente de rechazo por parte de los funcionarios y una especie de “terror” generalizado hacia ni persona me decepcionó. Qué malos perdedores. Era la manera que tenían las autoridades de la U.O. de desconocer que habían pifiado. Cuando terminé el semestre y aprobé los exámenes, pedí la baja. Por una vez no salí expulsado.
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