viernes, 23 de noviembre de 2012
Casi nada, o nada, he vuelto hablar de mi hermana Virginia: su adaptación al Hogar de Ancianos de Ciudamar fue inmediata e inmejorable. La visitaba mensualmente y creo que, en el fondo, comprendía su situación. Nunca he dejado de sentir culpa por que halla vivido en un asilo mientras yo cobraba todos los meses la pensión que le dejó su madre, aunque verdaderamente para regresarla a Cuabitas habría que restaurar completamente la casa, dejar de trabajar y disponer de bastante plata. Todos ellos sueños irrealizables. El tiempo y el relativo apartamiento en que vivió la convirtieron en una viejecita llena de arrugas y con cara de llanto –todavía más notoria a causa de sus mejillas rojas y su pelo negrísimo. Ir al Hogar fue uno de mis deberes más tristes y difíciles. En noviembre de 2011 falleció. Si voy a hablar francamente, ignoro de qué. Fue viernes y yo había ido a verla la semana anterior. No me quiso acompañar hasta la puerta pues le dolían las piernas, aunque ignoro por qué. Imaginé que se le quitaría. En cambio, murió. Ciertamente, su rostro en el féretro era muy dulce y sereno. La enterramos junto a su madre.
El 2004 comenzó con la triste noticia de que Alejandro Carvallo había sido asesinado. No estuve dentro de los detalles del velorio, las investigaciones y los rumores sobre el hecho. Era sábado por la noche y la madre de Alex salió a un restaurante; al regresar, encontró normal que la habitación de mi amigo estuviese cerrada. Al día siguiente esperó inútilmente la salida del hijo: cuando se decidió a penetrar halló su cadáver apuñaleado, las gavetas afuera y todo el cuarto hecho un lío. La habitación de Alex tenía una salida independiente a la calle. Permitió entrar a un chico que le exigió dinero, se negó, fue golpeado, quedó sin sentido y lo apuñalearon. Otros dicen que lo inyectaron para dormirlo y acabaron con él. Cuando la policía actuó, resultó que el autor fue un muchacho sin antecedentes penales, en complicidad con otro, ex-militar. En fin, hay muchas versiones.
La madre –con la que él tenía confianza absoluta- estaba inconsolable. Nunca he sabido qué decirle, a pesar de que tiempo después fui a visitarla. Cuando estas cosas suceden es casi inútil exigir que los jueces castiguen “de manera ejemplar” a los autores. Además, está lo de la mariconería de Alex y el hecho de que él mismo hizo entrar a su asesino –su pieza quedaba bastante intrincada y desde la entrada no era fácil llegar a ella sin guía o costumbre. La tristeza que dejó la muerte de Alejando entre nosotros no es pequeña.
A principios de marzo ocurrió la presentación de Cómo criar un perro. Quedó bien, a pesar de las reiteradas bromas sobre el título y apariencia del tomo en relación con supuestas quejas de niños que lo habrían adquirido pensando en camadas caninas, dietas, remedios e instrucciones. El único comentario se publicó en una revista de Internet escrito por David Lago, más de un año después salir el lbro. Se lo agradezco, aunque en definitiva no deja claro si le gustó o no. Así es la poesía.
Ya El Libro de la Escultura Cubana –como cariñosamente lo llamaba- estaba terminado y entregado a la diseñadora –una muchacha habanera muy capaz, pero llena de problemas personales. Faltaban unas fotos y yo las hice: aparte, Pepe Veigas consiguió otras magníficas. Yo ansiaba entregárselo al Editorial Oriente, que sería nuestro co-editor, pero la diseñadora pedía un plazo tras otro. Por fin no se pudo esperar más y hubo que quitárselo sin que hubiese hecho portada, contraportada y lomo –las primeras que propuso no fueron aprobadas por Lescay. Al fin, el julio entregué a la editorial los CDs con el libro diseñado.
Ya en ese momento se estaba produciendo la segunda edición del proyecto de Cuba/Ginebra, ida y vuelta. Aquí estaban tres artistas jóvenes suizos y Léa, graduada de la Escuela de Artes Aplicadas de Ginebra, quien trabajaba con Suzanne; dos mujeres que se ocupaban del comic (bandes dessinées, o bd, como se las conoce en el orbe francés) y un muchacho que experimentaba a partir de objetos. Ellos se pasarían un mes acá, impartirían dos workshops, y luego expondrían en Santiago de Cuba y La Habana. Mientras, irían a Suiza cuatro cubanos: un pintor, un escultor, una grabadora y Mailín Fong, mi compañera de la Fundación. ¿Por qué ella? Primero, porque si estábamos trabajando juntos y era mi superior jerárquico, más vale compartir los viajes; segundo, porque ella nunca había viajado Afuera. Mientras, yo me quedaría acá al frente de todo. Generalmente tratábamos de que el grupo suizo y el cubano no viajaran simultáneamente: sin embrago, ese año hubo que aprovechar la única oportunidad de disponer de apoyo económico so pena de esperar hasta el 2007. En definitiva, los talleres transcurrieron bien –todavía Mailín y los cubanos no se habían ido-, y luego las exposiciones también. La de Santiago fue la más brillante, en el Centro provincial de Arte (título oficial de la Galería Universal), y la de La Habana en una galería de poca monta situada en una esquina llamada La Copa, en Miramar. Debo decir que podría haber sido mucho mejor, pero la directora del sitio aquél no era muy entusiasta: más que de hacer bien su trabajo, se preocupaba de que los artistas le regalaran alguna pieza, de ataviarse con vestidos ridículos y de atender a gente que la procuraba a saber por qué. Detesto a los directores que ejercen con sistema de plantación, o sea, que ellos no se ensucian las manos mientras los técnicos y el resto del personal cargan con lo demás. El galerista que no sienta placer en tocar la exposición, colgarla, cuidar que haya un buen montaje, identificaciones, buenas luces, público, etc, es como una matrona de bayú que deteste singar. Y bueno, el público fue más bien reducido. Pero se hizo. Los suizos se hospedaron con Amelia y Angelito, que poseían un lindo apartamento en la Calle de los Mercaderes. El varón debió regresar a la patria, donde su esposa estaba pariendo; de las dibujantes, una que trajo a su esposo con el bebito también regresó, y se quedaron en La Habana la otra dibujante (Yvette) y Léa: me divertí horrores con ellas, que conocían un caudal inagotable de paladares desconocidos a partir de las guías turísticas. Léa es maravillosa: fumaba como una locomotora –a diferencia del resto de los suizos: vegetarianos, bebedores de agua y, cuando más, comedores de pescado y salía a horas rarísimas a encontrarse con un amante cubano- quien, por otra parte, era amigo mío desde hace años-. Uno de los nexos que más me unen a Arianne Orligue-Suzer es su desprecio por estos parámetros de la Unión Europea –así les digo yo-, como si eso fuera capaz de conjurar a la muerte o a la estupidez. A mi modo de ver, se trata de otra reliquia del protestantismo calvinista y el complejo de culpa de toda la civilización occidental: en Francia adoran a los africanos después que les arrancaron el pellejo durante siglos, y el resto de los desarrollados miran los placeres de la vida como excesos de donde emanan el sida, el cáncer en los pulmones, la obesidad, los problemas coronarios y la presión alta. Sin mirar la obsesión del éxito, la falsa perfección y la carencia de armonía. Vegetariano podrá serlo quien esté harto de carnes.
En agosto Mailín regresó y todo en la Fundación comenzó a recuperar el ritmo habitual. Hacia el mes de septiembre tuvimos la exposición de Arturo Montoto, que se concibió como una campaña –en realidad así deben de ser todas las exposiciones-: antes del 10 estaba aquí el pintor y María Eugenia –esposa y representante. Impartió una conferencia y presentó un libro sobre su obra. Era exactamente el día fijado para la inauguración: un ciclón se dirigía recto hacia Santiago. La ciudad entera se movilizó y se respiraba el mismo aire del Titanic después del encontronazo con el iceberg. Nosotros proseguimos como si nada ocurriese: al vernissage acudió muchísimo público –Montoto es uno de los pintores más célebres de Cuba, aparte de un ser humano maravilloso- y al terminar fuimos a celebrar el éxito. Aquella noche que parecía ser la del Fin del Mundo, nada ocurrió: la tormenta cambió de rumbo y Santiago de Cuba amaneció mejor que nunca.
Durante ese año publiqué muchos comentarios de arte en el sitio web de la delegación santiaguera del Ministerio de Cultura: era el único lugar posible, ya que el Sierra Maestra pertenece al PCC y exige que los autores sean periodistas graduados. Aparte, hay que pasar por no se qué tamiz. Yo mismo hacía las fotos con la cámara digital que Mailín me compró en Ginebra. Jamás me dieron ni un centavo, ni siquiera papel o baterías: lo consideraban un favor que se me estaba haciendo.
En noviembre falleció mi vecina Nelly. Lo pongo porque la quería, porque era una mujer joven y excepcionalmente amable, pero sobre todo por su ejemplar actitud ante la vida. Un cáncer se la llevó. Dejó un viudo y dos hijos.
A medida que pasaba el tiempo, mi vida se hacía menos interesante. Creo que al 90% de los seres humanos le ocurre algo similar y, si bien no pienso insistir en ese hecho, sería un crimen silenciar algo que tanto afecta lo que del mundo vemos y cómo lo vemos. Tres ó cuatro años antes, comencé a sentir mucho miedo por la vida: no ya miedo a la soledad –pues de hecho ya estaba solo-, sino a la locura, la decadencia física y espiritual. Con razón o sin ella, veía negro el futuro y yo, como un palito en medio del huracán, no tenía más remedio que seguir rebotando y arrastrándome. Entre eso y mi cotidianidad de apremios laborales, goteras, apagones, objetos desaparecidos –por no decir robados- y la galopante ruina de mi vivienda, no tenía vida. Dormía poco y cerca de las tres de la madrugada –que es cuando “el loco está de guardia”- ni el cuerpo ni la mente accedían a continuar el sueño.
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