Coco y David se portaron conmigo con mucha generosidad; en el caso de David quizá hasta con más de lo que sería juicioso para él. Coco vivía cerca de la estación de Atocha, en un bonito apartamento. Me dio una habitación y un cuarto de baños que me impresionó especialmente por la cantidad de luces alrededor del espejo: parecía un camerino. Apenas llegado, salí a caminar con David: era como las 10 pm, pero como la vida nocturna madrileña es muy poderosa; en ese momento las calles empezaron a llenarse por segunda o tercera vez en el día.
La jornada siguiente, aun siendo medio día, Coco no se había levantado: me puse a fisgonear por su salón y prendí la TV. Del cuarto salió un joven gordito, que se sentó junto a mi. Me habló de cosas sin importancia, como que trabajaba se mozo en un café. Esa tarde Coco me llevó al Museo del Prado, al Jardín Botánico. Madrid es bello, pero el juntarme con David y Roger después de años fue una experiencia increíble. Una tarde caminamos mucho por la Plaza de Oriente y esas callecitas que recuerdan tanto a La Habana Vieja. Nos acompañaba Aleida, una abogada amiga de David. Coco insistió en detenerse en una dulcería a comer merengue. Al día siguiente deberíamos ir al Escorial. Nos llevaría la abogada, que tiene auto y es una persona maravillosa. Por alguna razón Coco no pudo ir y fui con los otros dos.
El Escorial queda como a cincuenta kilómetros de Madrid, en la montaña. Cuando estuve en París no fui a Versalles, así que no sé cuál es mayor, si uno o el otro. En todo caso ambos ocupan extensiones enormes y dicen cómo fueron sus constructores. De cierto modo los dos representan una idea del mundo. La propia finalidad del Escorial, monasterio y depósito de cadáveres regios, marca una diferencia fundamental. Sus pasillos casi desnudos y la austerísima habitación de Felipe II expresan qué es España. Quisimos entrar a la capilla –en realidad un templo enorme repleto de pinturas y esculturas de maestros- pero al ser domingo y celebrarse misas, sólo se permiten visitas durante los recesos. Cuando llegué a la cancela de entrada no se veía a nadie en el altar y quise entrar: me lo impidió un guardia civil bigotudo y con tricornio que parecía sacado de una película de Buñuel. Se dice que la villa de El Escorial sigue siendo franquista. En realidad parece más un pueblo provinciano: pocas personas jóvenes, ropa oscura, ritmo pausado.
Almorzamos en una antigua venta. Luego regresamos al monasterio y subimos a la biblioteca. El Escorial sigue siendo una casa religiosa y los monjes ocupan más del 80 % del edificio. Resulta sobrecogedor, como un viaje en el tiempo.
Otro día Coco nos llevó a comer a Chueca, el barrio gay y exclusivo de Madrid. El restaurante se llamaba La Dama de Negro, tiene un altarcito con su virgen y velitas prendidas; está decorado con maniquíes femeninos. Todo el personal es gay. Nos atendió un flaco que hablaba mucho. Supuestamente el propietario se apodó La Dama de Negro en otra época. Me gustó, pues por lo general los restaurantes, o bien tienen un ambiente opresivo, casi militar, o bien te sientes como un fantasma metido donde no debiera estar. A pesar del andamiaje y la decoración, La Dama... no es así.
Como viajé solamente con una mochila, no cupieron todos los libros que Coco me quería dar – los tiene extraños y bellos. David me había publicado dos títulos de poesía en el proyecto editorial suyo llamado Timbalito –como el barrio marginal camagüeyano- y me imprimió muy hermosamente ese año Poemas de año y medio. Sólo pude traer dos ejemplares. Cómo lo lamento.
El día antes de volver a Suiza me mudé a casa de David. Lo conocía más que todo a través de Carlos. Y fue a través de él que hicimos amistad y en algún momento de los años ’70 me hospedé en su casa camagüeyana de la calle García Roco: entonces sus padres estaban vivos. Mi recuerdo de él, en Cuba, corresponde a un muchacho apuesto, rubio, delgado, de rostro felino. Almorzamos juntos –es excelente cocinero. Estaba su amigo Antonio. Esa noche fuimos a un café de barrio a conversar. Me contó sus años en España: la madre, Ángel: el señor que falleció dejándole el sida por herencia, sus sucesivos trabajos. No creo útil tratar de relatarlos: no lo haría bien.
Por primera vez me reencontré, en sus vidas actuales, con mis amigos de la juventud. Fue como abrir un postigo hacia ese otro espacio al que, lo mismo Afuera que Adentro fuimos llevados (¿lanzados?) todos. No es lo mismo que cuando Carlos Victoria fue a Santo Domingo, o más tarde, en el 2003, cuando vino hasta mi casa de Cuabitas. Ahí fue él quien se asomó a mi vida: a saber qué vió. No sé si hablar de amargura, ya que el tiempo y la edad por si solos pueden hacernos amargos, pero ciertamente no vi serenidad. En todo caso cierta indiferencia. Ojalá Roger no se sienta dolido de mi por lo que escribo, pero es la verdad. ¿Esperaba encontrar algo diferente? No sé. Es como saber que algo va a ocurrir sin remedio: cuando al fin sucede, siempre nos sobresaltamos, siempre nos asusta la sorpresa. Saqué en limpio que todo lo que he visto y vivido en estos años de separación es nada o casi nada comparado con ellos. Les hablé de mi, de lo que hacía, de lo que era mi trabajo en ese entonces, y aunque no me lo dijeron. Percibí indiferencia en sus voces. Repito que más generosos de lo que se portaron conmigo (hablo de lo material) resultaba imposible, pero me sentí triste. ¿Será posible que nuestra vida –la de todos- haya sido esa basura?
En diciembre de 2011 David Lago falleció; cuando lo hizo yo no me comunicaba con él desde hacía meses, pues se había politizado demasiado parta mi gusto.
Una mañana regresé a Ginebra y a los pocos días, a Cuba.
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