En lo que a mi personalmente se refiere, el ’99 comenzó en positivo. Mi doble cargo de Secretario (con mayúscula) de Fundación Caguayo y Caguayo S.A. me había introducido a un mundo diferente al mío. Me volví un funcionario: no estatal, pero funcionario al fin. Cultural, pero funcionario. Víctima o actor de riesgos, responsabilidades, envidias y compromisos que no me pertenecían. Un poeta debe preocuparse por hacer poesía, no por los vaivenes de una institución. Pero ese establecimiento me daba (y sigue dando) de comer y vestir, y en el campo de la Cultura de mi país –que es el único que conozco algo, poco- ni entonces ni ahora existe algo siquiera parecido.
Como ya dije resolvía muchos problemas que no tenían que ver conmigo. Igual que la inmensa mayoría de las personas que escriben, uno se dedica a lo que puede; sólo que lo hacía desde una posición que me permitía comunicarme, moverme con cierta facilidad –el auto era de la empresa, verdad, y no disponía de él a mi antojo, pero lo tenía y en mi país y medio eso es una total y absoluta anomalía- mediante el auto conocí personas interesantes, fui a sitios, recibí invitaciones. A cambio debía soportar algunas malacrianzas.
Supuestamente un Secretario solamente debe levantar actas de los Consejos de Dirección y las Juntas Directivas, inscribir los movimientos de acciones, citar a las reuniones ya citadas: yo hacía todo eso y además participaba de cuanta junta, despacho o asunto se perdía por Caguayo, desde organizar una exposición hasta evaluar un proyecto, pasando por atender a solicitantes insistentes y poco capacitados. Además, mis “pares” en el trabajo –por llamarlos de alguna manera- me hacían difícil la vida. Otra cosa no podía esperarse. Por una parte Lescay empezó a desarrollar una peculiaridad muy peligrosa de su carácter. En unas ocasiones piensa, comprende y oye; en otras sólo hace su voluntad. Unas veces, es muy modesto y otras, de una vanidad absurda. Generoso y cicatero a la vez. Estoico unas veces, excesivamente sensible otras. Y así. Siempre desconfió de nosotros: era así.
Hacia junio Suzanne vino a Cuba junto a la directora de Les Halles de l’Île. Aquí decidimos qué artistas irían a Suiza: Lescay, Julia Valdés y Mayito Trenard. Quedaban sin cubrir otra plaza de artista cubano. Durante los días que Suzanne y compañía pasaron en La Habana vieron el trabajo de Amelia Carballo y se decidió que fuera ella también, junto a Angelito Norniella (aunque de él solo obras). Luego, querían también llevar obra de Rodríguez Cobas, pero este se negó a ceder nada si él personalmente no participaba. Su empeño no prosperó. Yo también iría, no solamente como curador de la muestra sino a dar dos conferencias: una sobre la Regla de Ocha y otra sobre Arte Cubano de los ’90.
A fines de septiembre ya estábamos en Ginebra. Al final se hizo una muestra personal de Lescay en la alcaldía de Ferney-Voltaire, luego, con muchísimo éxito, las de los Halles de l’Île, un recup-art –taller de creación infantil a base de materiales de desecho- con Mayito Trenard. Y mis conferencias. Al final di otra que no había preparado, pues a Suzy la falló su conferencista sobre el tabaco habano y ocupé su lugar –en el Moulin à Danses, que pasaba sucesivamente de sala de conferencias a pasarela de modas y discoteca. Salió bien. También tuve una mesa redonda en una librería llamada Albatros. Se discutió sobre el mundo editorial en los países hispanos. Como pude, expliqué el caso cubano, o mejor, mi experiencia editorial en Cuba. O sea, muy poca: aparte de Cuba-Ginebra, se celebraba algo muy ginebrino llamado La Fureur de Lire (El Furor de Leer), que hacía muchas actividades relacionadas con la Literatura.
Pasé en Ginebra cerca de un mes. Mientras los artistas se hospedaban en los estudios de la ciudad -los que están encima de las galerías- yo lo hacía en un pequeño espacio en los bajos del edificio donde vivía Suzanne, en la calle Vernon. Aprendí de guaguas, restaurantes y tiendas. Suzy me compró un teléfono portátil: gracias a él estuve conectado con mi oficina de Cuba y con mis amigos de Madrid. Coco Salas y David Lago conversaban conmigo casi a diario: en definitiva me invitaron a pasar unos días a Madrid. David Lago me pagó el pasaje y me hospedé en casa de Coco.
He olvidado la fecha exacta de mi viaje a Madrid. Fue a fines de septiembre del ‘99. Estuve cuatro días. Desde que aterrizamos en Barajas se hizo evidente que vivía un ambiente muy diferente al apacible aeropuerto ginebrino.
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