Dolores tenía cuatro ómnibus para recoger y
llevar a sus alumnos. Como siempre he vivido lejos de todo, era de los primeros en ser recogido y de los
últimos en regresar. Otro niño que vivía cerca de mi y le pertenecía la misma
guagua se empeñó en llamarme bailarín de
ballet. Evidentemente, quería
decirme otra cosa, porque, redondito e indolente, nada tengo de danzante. Su burla logró
enfadarme de verdad y lo abofeteé. De pronto se quedó callado, mis cinco dedos
marcados en su mejilla. Y yo, muerto de miedo, pero fuera de mi. Remedio santo:
nunca más lo repitió y se hizo uno de mis grandes amigos. Él era un niño
apuesto, pero me hirió por gusto y mereció el castigo.
Facundito Bacardí estaba en mi mismo grado, pero en el grupo A. Un
miércoles lo secuestraron. En cuanto se supo lo del plagio, los papás de mis
compañeros fueron a buscarlos al Colegio.
Yo pensé sacar algún provecho y conseguir una tarde libre. A la hora de
almuerzo le expliqué a mi padre lo sucedido, y que los demás muchachos no
asistirían a clase. El comentó que nosotros no éramos ricos y para qué me iban
a robar: tuve que ir a la escuela. En casa no creían en nada que significara
perder asistencias –ni bombas ni secuestros-: sólo el sarampión pudo contra esa
regla.
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