Mi familia acostumbraba a celebrar enormes almuerzos en la Playa Siboney. Encargaban un puerco de los corrales del viejo
Bestard: ese señor también los asaba, los montaba sobre un sartén-bandeja
cubierto con hojas de banana, y los llevaba hasta la playa.
En guagua y
a tiempo. Disponíamos una mesa larga bajo las casuarinas y los almendros, y a
comer. Lechón asado, tostones, arroz congrí, ñame hervido; de postre cascos de
guayaba con queso crema. Para beber, cerveza para los mayores y refrescos para
los muchachos. Entre la comida, el aire de mar y las risas, era un verdadero
sueño de seguridad y alegría.
En el Colegio se iba a misa todos
los días antes de clase. No diré que allí descubrí mi religiosidad porque,
viviendo frente a una iglesia, siempre practiqué el catolicismo; sin embargo en
Dolores se inició mi intimidad con lo
trascendente, verdadera base de toda religiosidad. Hoy no soy lo que se dice un
católico práctico: no voy a misa los domingos ni me confieso. Cualquier persona
que se relacione con Dios como ha aprendido a hacerlo desde siempre, para mi
está bien y merece todo respeto. Si me convirtiera a otra religión sería un mal
creyente: los códigos que aprendí son los del catolicismo. Me fascinan las
vidas de los santos, los altares, la música de órgano, los coros, los
candelabros: quizá resulte superficial y anticuado, pero he aprendido a
reconocer a Dios mediante esos signos y me funcionan. La
Inquisición, Giordano Bruno, la Noche de San Bartolomé, pertenecen a esa mierda
que arrastran todas las grandes corrientes de pensamiento –religiosas o no-
junto a lo que las ha hecho creíbles. Si alguna vez me viera obligado a
practicar un ritual, escogería el católico: me siento cómodo con él y toca
mejor mi alma. Con todo, nunca pretendería ser santo: una persona a quien le
gusta tanto la gozadera del cuerpo, no puede serlo.
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