Tres obsesiones recorrieron mi infancia: los platillos voladores, Hopalong
Cassidy y Leonardo da Vinci. Eran los años en que los avistamientos hacían ola.
Yo leí en una revista que ese verano el planeta Marte se acercaría mucho al
nuestro, lo cual facilitaría que SUS naves llegaran a la Tierra. Para rematar, una noche vi en el cielo un
punto luminoso que se movía en cualquier dirección: fue en el patio trasero. No
parecía un insecto -para nada: de seguro fue una nave. A partir de ese momento,
casi dejé de dormir y me asomaba a la ventana montones de veces cada madrugada.
En una de ésas oí que mi perro ladraba sin descanso: cuando corrí, no había
marcianos sino las llamas de un incendio por encima del tejado de la
iglesia. Ardía la casa de altos. Así le decía
todo el mundo a la casona abandonada que había frente a la de mi abuela, en la
punta de una loma, justo donde hoy se vende cerveza. El fuego de la casa de altos trastornó la noche: los
vecinos corrieron hacia el siniestro y los niños nos reunimos en la
esquina. Como la candela hacía saltar tizones y chispas, mi mamá y Bebé corrieron a ver
a su gente. Por suerte las llamas no se propagaron y cuando la techumbre se
derrumbó, cayó hacia adentro. Qué pena: era un sitio embrujado desde el que se
divisaba todo, con una larga escalinata y cuatro anacahuitas gigantescas. Nada
más quedaron palos echando humo durante días y días. En pueblo chiquito se sabe
todo pronto: la identidad de los incendiarios -que eran muchachos conocidos- ya
estaba clara (por cierto, días antes habían quemado una valla de gallos en
Santa María). Como todos simpatizábamos con los que luchaban contra Batista y
“lo de la casa de altos” claramente
era sabotaje, los jóvenes –Fayembo León, el hijo de Ojea y el otro-
desparecieron y no hubo represalia.
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