Casi al mismo tiempo que lo de los marcianos, vi un documental sobre
Leonardo da Vinci: el florentino echaba a volar un aparato desde una torre; el
ingenio batía alas y se perdía sobre los sombrados. Da Vinci se convirtió en
héroe tutelar de mi niñez: para mi era especial todo lo relacionado con
aviones, maniobras, aeropuertos y vuelos. Casi a diario mi padre tenía la
misión de llevarme al Campo de Aviación
de San Pedrito –el aeropuerto Antonio
Maceo todavía no existía. Como las carreteras escaseaban, había muchas
avionetas para ir y venir a centrales y fincas. Incluso un señor llamado Mario Díaz tenía varias, las cuales alquilaba o
pilotaba. Me pasaba las horas mirando el cielo desde mi corredor: habilité un
cuaderno y cuando veía un aeroplano apuntaba la hora, el tipo y qué supuesta
ruta cubría. De alguna manera, Leonardo residía detrás de todo: su elegante
altivez presidía mi vigilancia. Antes que artista, en mi opinión Leonardo da
Vinci fue inventor y genio.
Lo de Hopalong Cassidy respondió a la celebridad de este personaje en los
’50. Yo era un consumidor compulsivo de comics
y la TV
cubana difundía sus películas a diario. Había otros vaqueros: Roy Rogers, Gene Austen, El Llanero
Solitario, pero el mío era Hopalong
Cassidy y su amigo, un viejito flaco de pelo revuelto. Como mi papá me
había regalado un traje negro de cow boy
–pobre mi padre, con su obsesión masculinizante- y junto a casa hay un terreno
en pendiente lleno de frutales y piedras, el vaquero de cabello blanco y ropa
oscura se apoderó de mi mente. Mientras los muchachos esquivaban los plomos y
se cubrían detrás de los troncos, yo afectaba dormir sobre una roca vestido de Hopalong: cuando los jinetes me
llamaron, contesté ¿Qué queréis de mí? Había
nacido ese cruce de renacentista con vaquero: mi modelo y mi guía.
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