Un día de 1956 ocurrió un hecho trascendental para mi: monté en avión por
vez primera. Chiflado por el transporte aéreo, el DC-3 que me llevó a La Habana con escalas en Bayamo, Holguín, Camagüey,
y Santa Clara me pareció fenomenal. Por mí que hubiera durado ocho y no cuatro
horas aquel viaje: cuando salimos de Bayamo, el capitán de la nave me invitó a
la cabina, cosa que no acepté entre miedoso y apenado. Las ventanas
rectangulares abrían hacia un panorama de nubes blancas y grises que jamás había
conocido. Sentí que no podía tragar cuando el aparato rodó por la grama del Campo de Aviación de San Pedrito y tomó
aquella curva remota después de la cual los aparatos desaparecían sólo para
regresar volando por encima del hangar. Aquello era lo máximo. A año siguiente
ya estaba terminado el otro aeropuerto, el de ahora, y un montón de gente se
arremolinaba en la casita que habían hecho para las operaciones: el Super G-Constellation que volaba a Miami
estaba por despegar.
El 30 de noviembre del ’56 esperé inútilmente la guagua del Colegio; horas después vinieron a
explicarme que no había clases porque la ciudad estaba insubordinada. Me quité
el uniforme y me puse a mirar hacia las ramas de los ficus, a la parte donde
los murciélagos se cuelgan a dormir.
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