Casi todas las noches había tiros. Y cuando no, bombas. En las madrugadas
se sentían lejos los disparos: ya no eran capaces de despertarme. Una madrugada
de abril del ’57 algo estalló cerquita de casa. Del sueño, todos nos tiramos al
piso y aplastamos la cara contra los mosaicos. Las ametralladoras cantaban. Era
en la carretera, en la curva antes del crucero del tren. Hacía tiempo venían
oyéndose, lejos, los tiros del asalto al Cuartel de Boniato. Pero tan remotos,
que era como si no tuviesen que ver con uno. De momento, un infierno de
ratatatatá y explosiones. Con toda
seguridad es un refuerzo que sube desde el Moncada y ha sido emboscado por
aquí. No había valor para levantarse
y caminar derecho: lo prudente era aplastarse contra el piso. Bebé dormía en el
último cuarto y cuando le vino la diarrea, reptó hasta el sanitario de
Virginia, acabado de construir. Cuando por fin amainó el fuego y se hizo de
día, no nos atrevimos a abrir la puerta. Como a las ocho salí hasta la terraza que hay
a la entrada y me senté en un banco: por la carretera bajaban unos camiones con
colchonetas enrolladas: así bajaron los cadáveres, envueltos. Ese día fue de
registros e interrogatorios. Nadie se apareció por casa. Como la nuestra queda
más bien apartada, allí nadie pudo ver nada; sin embargo para entonces ya
sabíamos que Remigio, el sobrino de Bebé, fue uno de los asaltantes y andaba
huyendo. Nunca lo atraparon. En realidad, a nadie atraparon. La guerra era una
cosa viva y de todos los días, como el calor o la lluvia.
El verano de ese mismo año ‘57, mataron a Frank País. Veníamos de la playa:
el novio de mi prima Berthica nos había llevado. Dimos una vuelta por Vista
Alegre y alguien nos dijo lo sucedido. Fue en San Germán y Callejón del Muro,
casi frente a mi abuela María. A ella nadie le hizo daño, pero cuando el propio
Cañizares cuando entró a su casa a beber agua, le advirtió que cuidadito con
asomarse a la ventana. Tardamos horas antes de saber detalles, porque a
la esquina de mi abuela María no dejaban entrar ni salir. Al día siguiente, los
entierros parecían un mar de gente que todavía es leyenda en Santiago de Cuba:
bajaron Heredia por frente al trabajo de Bebé, doblaron San Pedro y siguieron
hasta Martí buscando el Cementerio.
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