Meses después, mi padre trajo a casa un magnífico
radio Philips con ojo mágico en el
que se oían clarito todas las estaciones piratas de los rebeldes, así como lo
que se decía desde los aviones. Yo estaba fascinado. Indio Azul, Indio Azul a Indio Apache. Cambio. Me encanta todo lo
que tenga que ver con hablar a distancia, radio, teléfono, fax, correo
electrónico, chat; entonces no había la mitad de estas cosas, pero no importa.
A mi no había quien me sacara de al pie del radio. Ni a mi padre tampoco. Todas
las noches nos reuníamos a oír los partes del Ejército Rebelde. Y cada día venían más amigos de papá a hablar mal
de Batista y a contar lo que había sucedido hoy. El cerco se iba cerrando sobre
Santiago de Cuba y las rastras del expreso del que papá era agente eran
tiroteadas por la Carretera Central.
Ya en noviembre del ’58 hubo que irse de Cuabitas, que pasó a ser
territorio de los rebeldes revolucionarios. El trece de ese mes, fiesta de san
Estanislao de Kostka, mi mamá, Virginia y yo nos mudamos a casa de mi tía
Mercedes Desquirón y su marido Cuchi. Se
quedaron en casa mi padre, una criada –pues la otra ya se había ido para la
loma detrás del novio alzado- y Bebé; por el día era un vecindario más bien
aburrido pero por las noches los barbudos recorrían las calles y hacían
visitas. Aquel fin de semana, yo estaba loco por ver a los mau-mau –que era como le decían a los rebeldes-. Mi padre nos subió
para la casa de Cuabitas después de almuerzo. Cuando cayó la noche, empezaron a
llegar alzados que bebían café, se reían, fumaban, hablaban alto, cargaban unas
provisiones que había llevado papá y prometían regresar. La mayor parte de mis
contemporáneos vieron a los rebeldes después que bajaron de la Sierra: yo los vi antes, cuando todavía no
habían ganado y tenían que caminar de noche y dormir de día. A la mañana
siguiente, Cuabitas amaneció inundada de soldados del Ejército de Batista, los
temidos “casquitos”. Qué horror.
Ocuparon la callecita de casa y se atrincheraron en las cunetas. Ante tanto
despliegue era claro que había que regresar a la ciudad: el tiroteo estaba a
punto de comenzar. Íbamos a pie hacia
Santiago atravesando el montón de camiones, jeeps y soldados, con el lío de
ropa de cama bajo el brazo. Qué sensación de desamparo, caminar entre toda
aquella gente que gritaba órdenes y rastrillaba las armas. Poco después del Puente Purgatorio mi primo Sergio vino en su Buick antediluviano –el Viscount, le decían- y nos llevó hasta
Calvario, entre Santa Rita y Princesa, donde vivía mi tía.
El día antes de mi examen de paso a cinta verde,
hubo que cerrar nuestro dojo y
guardar el tatami: los casquitos[1] ocuparon Cuabitas.
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