Una mañana estaba estudiando en el banco de
granito del portal de casa cuando oí un silbido y varias hojas de ficus cayeron
desde las ramas más altas: hacía un rato que sonaban los disparos de un lejano
combate –los rebeldes asediaban los pueblos cercanos- y evidentemente una pieza
de artillería apuntaba hacia acá. Luego supe que el plomo se clavó en un horcón
de casa de Adriana, una anciana bajita llena de collares, que olía a abanico de
sándalo a cualquier hora -su trasero prominente impresionaba. En las lomas
adonde daba mi calle también había rebeldes; algunas mañanas venían avionetas
con ametralladoras 50. Volaban en círculo y disparaban. Esas ráfagas roncas y larguísimas resonaban en la boca del
estómago y causaban verdadero espanto. Nunca se supo que mataran ni resolvieran
algo, por lo que creo que ametrallaban por alardear y quedar bien con los
jefes.
Las navidades de 1958 fueron tristes, sin cena y
con un luto no declarado pero patente. El 25 de diciembre tía Mercedes cocinó
conejo pepitoria, pero se le metió en la cabeza pasar por la licuadora las
almendras, agregarle leche y hacer una especie de salsa. Nadie comió aquellos
bocados bañados en esa cosa blancuzca y arenosa que parecía vómito de perro.
Ella se echó a llorar y nosotros nos fuimos a casa de un amigo de papá desde
cuyo jardín se divisaba la bandera rojinegra que ondeaba en la antena
trasmisora sobre una loma al oeste del Puerto de Boniato. Por suerte Mercedes
no botó la fuente de conejo –hubiera sido un disparate; cuando se calmó, lo
lavó, hizo otra salsa, oscura y espesa, con las almendras enteras, y al día
siguiente no quedó ni un huesito.
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