Cuando me fui a La
Habana
–debo decir nos fuimos, pues Adrián Rocau y yo salíamos juntos a todas partes-
Ulises nos acogió. Pero “acogió” de verdad: se preocupaba de que estuviéramos
bien, atendía todas nuestras malacrianzas, estaba dispuesto a hablar con uno a
cualquier hora y, mejor todavía, abrió las puertas del Guiñol Nacional para nosotros. O sea, que podíamos ir libremente a
todos los ensayos y también a las funciones. Simplemente nos sentábamos en el
lunetario y mirábamos, sin chistar. Aprendí muchísimo. Nada enseña más sobre
teatro que presenciar todo el proceso de montaje de una pieza, desde las
primeras lecturas hasta el estreno. Todo el grupo, incluyendo a los Camejo, apreció
nuestra atención, silencio y diaria puntualidad. Es lo que más motiva a
cualquier actor: que lo vean. Por ello enseguida tuvimos amigos en el grupo: no
era solamente Ulises. Todos, unos más que otros.
Llegábamos a la sala antes de empezar,
los actores iban entrando, empezaba el ensayo, terminaba y luego nos íbamos a
comer un helado o un pastelito. De esa manera vimos Shangó de Ima, en la
que mi amigo era protagonista (Shangó). Esa obra me enseñó los rudimentos del
panteón yoruba: quiénes son Changó, Oggún, Obba, Yemayá, Aggayú Solá, Ochún, la
Ikú,
los Ibbeyis. No era una gran pieza, de acuerdo, pero me hizo saber si una
puesta, una actuación o un texto son flojos o buenos, qué es articular bien,
proyectar la voz, producir un espectáculo, iluminarlo. Yo era incondicional del
Guiñol Nacional: aparte del Tenorio y de Changó de Ima, no olvido su bellísima versión de La
Loca
de Chaillot.
Claro que mi amor por el teatro no se
detenía en el Guiñol, aunque los
nombres de tantas obras, actores y directores se me escapan: recuerdo ir
frecuentemente a la sala de Teatro Estudio –Hubert de Blanck, en la
calle Calzada- y al Sótano en la
calle K. Por aquel tiempo Lourdes Palacios –que merece un tratamiento
muy especial- estuvo en La Habana y fuimos a la salita de la
calle Galiano que todavía era propiedad de Francisco Morín. Ponían My
fair lady: la música la tocaba a piano un señor, solamente
que no se sabía la música, o estaba borracho o qué sé yo. El actor principal
era Mario Aguirre, por entonces casi un adolescente. Fue grotesco. Bochornoso.
No sirvió. De tanta vergüenza, no me atreví ni a saludar a Morín.
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