Aquel primer año –como los de todas las
carreras- fue muy laborioso. Había que leer mucho y escribir más. Jamás había
conocido La Ilíada ni la
Odisea, ni la Canción de Rolando. Nunca había leído a
Sócrates. Aprendí bastante latín –que
no es un conocimiento inútil como suele creerse, sino la verdadera fuente de
nuestra manera de expresarnos. Tuve que traducir a Ovidio y Cicerón. Conocí el
intrincado y maravilloso mundo de las bibliotecas: visitaba tres de ellas con
mucha frecuencia, la de la Escuela de Letras, la Biblioteca Central
de la
Universidad y la Nacional –más tarde descubrí la de la
Casa
de las Américas
aunque por su fondo tan especializado no fue de mis más concurridas. Redacción y Composición fue una
asignatura muy querida donde aprendí a leer a Lorca y al marqués de Santillana;
la impartía Mirta Aguirre –quien era muy buena
enseñando-. Me fascinaba su humor irónico y la forma poco piadosa con que
trataba a los alumnos. Por aquel tiempo yo usaba una pequeña barba: con su voz
enérgica Mirta se dirigió al aula poniendo como ejemplo los pelos de mi rostro
como el medio que yo había escogido para “reforzar mi masculinidad”. Aunque en
el primer momento me sonrojó, después no lo tomé a mal ya que lo entendí como
una burla a mi persona para explicar la diferencia entre metáfora e imagen. Por
lo demás la consideraba y considero una mujer interesante.
Recuerdo a todos y quizá hablar de todos
haga de este escrito algo excesivo, pero si no aprovecho ahora, ¿cuándo lo
haré?
Más adelante, tuve otros profesores. Unos
maravillosos y otros no. La mejor de todas fue Camila Henríquez Ureña, de quien
tuve la suerte de aprender la obra de Bocaccio y Dante. Leía los textos en
italiano. Era una mujer alta, corpulenta, de suave pelo blanco, siempre vestida
en tonos pastel. Respiraba ternura y serenidad. Nunca alzó la
voz. Su
hermano Eduardo[1] vivía casi detrás de
nosotros, en Cuabitas. Camila impartía las clases sentada en su sillón
frailero. Para comenzar escribía en el pizarrón la fecha y el tema con amplia
caligrafía inglesa muy decorada. Luego leía la clase en voz muy clara y
convincente. No improvisaba: tenía sus conferencias cuidadosamente manuscritas
a tinta en un cuaderno, con la misma caligrafía. Imagino que a su muerte no
habrá faltado profesor que se haya adjudicado la legendaria libreta. Es decir,
que si un año te perdías una clase, al año siguiente, por la misma fecha,
podías asistir al curso de Camila seguro de que la
escucharías. No es que fuera repetitiva: era su estilo basado en la
estabilidad y la calma. Muchas veces me dormí en su clase.
Tenía y tengo la mala costumbre de dormirme cuando se reclama fuertemente mi
atención: dormí en la clase de Camila y luego lo hice en la única proyección
completa que he podido ver de Iván el
Terrible -copia fiel del original-. Lo mismo ha ocurrido siempre: en el
curso nocturno de la Universidad de Oriente, en los Consejos de Dirección de Caguayo S.A., en mi casa frente al TV, en la oficina frente al
ordenador, en ómnibus, aviones, instantes después de hacer el amor. En el caso
de Camila, aquella estatua de la Virgen sobre la torre de la iglesia del Carmen que se divisaba
claramente por la ventana del aula sólo contribuyó a desencadenar mi
somnolencia.
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